Sobre:
La constancia, de Marcelo Rizzi, Capilla del Monte, Editorial de todos los mares, colección Astrolabio, 2024
Nadie podrá negar que el surrealismo resulta hoy un anacronismo. Sin embargo, tal vez sea preciso correr el riesgo del surrealismo en la práctica del anacronismo, ya que el anacronismo parece ser hoy la única práctica a la altura de la realidad. Se puede llamar anacronismo a ese modo de comportamiento que consiste en tratar a lo arcaico como si fuera actual, pero también a lo actual como si fuera arcaico. Anacrónico es golpear la puerta con la aldaba, salir a pasear más allá de las murallas de la ciudad, ir a la playa con el escapulario colgado del cuello, aspirar el perfume de unas pasas de Corinto o el olor del humo que sube del estiércol, estudiar la legislación de las pedanías, orientarse con astrolabios o cuadrantes solares o simplemente usar todas esas palabras y expresiones en un poema. Todos gestos aparentemente enigmáticos, quizá tan sólo carentes de sentido, gestos que encuentran su análogo en esas máximas que resuenan en la memoria o se leen talladas en troncos secos y desnudos –‘con una sola ala también se puede volar’ o ‘el aire suele tener las propiedades del camaleón’. Al presenciar esos gestos, al leer esas palabras, nos encontramos de pronto en otro país y en otro tiempo, extraños y distantes. Es como si se nos quisiera comunicar algo decisivo en un dialecto desconocido, algo que sin embargo tiene el carácter de ese juego que antaño se llamó cadáver exquisito. El surrealismo es precisamente el único principio de orientación en ese país y esa época que los anales llaman lo arcaico. Pero ya desde el comienzo empezamos a sospechar que ese lugar y ese tiempo son los nuestros, que esos gestos son nuestros gestos cotidianos, esas máximas las que usamos a diario, y que el surrealismo es nada más que un efecto, una apariencia, el aspecto que asume lo presente en cuanto permanece impensado. Lo que permanece impensado del presente en el presente, tal vez sea ésta una de las definiciones de lo arcaico. Por eso la tarea del poema parece ser la de pensar lo arcaico, la de traer lo impensado a la palabra, es decir, asimismo, la de rebelarse contra la palabra que no piensa, contra el uso impensante de la palabra. La tarea del poema será, pues, ejercer la justicia más antigua, más arcaica, ésa que consiste a la vez en volver a nombrar las cosas que ya no están, que sufren la injusticia del olvido (y es el lado inevitablemente melancólico de la empresa) y en inventar ese mito que todavía falta y que parece ser la única esperanza del pasado (y es el lado jubiloso, la afirmación, a pesar de todo, de la dichosa inquietud del mañana). Acaso no sea sino eso lo que conviene entender, lo que estos poemas entienden por constancia: no tanto la calidad de lo que perdura, lo que permanece sin cambio, como el registro, el testimonio de una perseverancia irrenunciable en decir de nuevo lo que todavía no se ha dicho y por primera vez lo que todos decimos desde siempre.
Septiembre • Noviembre 2025

