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Como un mirlo ante el movimiento del poema

Hugo Herrera Pardo

Como un mirlo ante el movimiento del poema

Sobre:

Sostener la deriva. Notas sobre el movimiento en el poema, de Matías Ávalos, Santiago de Chile, Falso azufre, 2025

Dado que se trata de un libro sobre el movimiento y, más específicamente, sobre el movimiento en el poema, y dado también que tal tema se formaliza mediante una pregunta que guía la reflexión a lo largo de sus páginas, el primer desafío que se le impone al comentario de texto es, por tanto, una pregunta: cómo preservar ese movimiento, cómo referirse a él sin detener ese flujo, esa deriva que se sostiene. Una explicación sería un detenimiento. Una paráfrasis sería un detenimiento. Discutir algunos de sus puntos relevantes y asignarles una valoración sería un detenimiento momentáneo, ya que tendría que pasar inevitablemente por la reconstrucción de ciertas ideas. ¿Qué hacer, entonces, para prolongar la deriva en la que se insiste? Extenderé relaciones. Haré reverberar ciertos momentos del texto con ideas y lecturas concomitantes. Esto es, crear un espacio en el que las ocurrencias resuenen, un espacio en el que se remarque —en consonancia expresiva con cierta idea fundamental del libro— el hacer de la crítica más que su decir.

 

El defensa rústico como símil del movimiento en el poema

Si hablamos de movimiento en el poema, una primera relación que se nos aparece es con el fútbol. Voy a citar aquí íntegro un poema de Mario Montalbetti, autor convocado incluso a nivel estructural en Sostener la deriva, ya que, de modo similar a los ensayos-poema de Montalbetti, el libro de Matías Ávalos comienza, más bien tiene por móvil una pregunta, reconvertida sustancialmente a Pregunta. Los poemas ensayísticos de Montalbetti tienden a construirse en torno a este procedimiento generador de derivas: «¿cuándo es que el lenguaje vale la pena?» (Sentido y ceguera del poema), «¿qué piensa el poema? y ¿cómo lo hace?» (El pensamiento del poema), etcétera. Sostener la deriva comienza así: «Como un mirlo cuando sorbe del pasto una gota, levanté la cabeza de Punctum para preguntarme sobre el movimiento del poema». Pues bien, el texto de Montalbetti que quiero presentar como la primera reverberación es “Teoría del poema, de Juan Román Riquelme”:

 

“el cuatro está solo” dice Juan Román Riquelme

 

y esa frase es la primera parte de su teoría del poema.

 

No se trata de un elogio de la soledad del cuatro

 

sino de un elogio de la soledad del espacio

que se abre

alrededor del cuatro.

 

Es en la soledad que se juega el poema,

 

pero no en la soledad de las palabras

sino en la soledad de los espacios

por donde se van a mover las palabras.

 

Cuando Juan Román Riquelme dice “el cuatro está solo”

 

el cuatro no está solo para orar en una ermita

ni para meditar sobre la futilidad del juego.

 

“el cuatro está solo” es que el espacio

delante del cuatro

se puede abrir.

¿A qué? al movimiento, dice Juan Román Riquelme.

 

El movimiento exige la soledad de espacio.

 

Esa es la primera parte.

La segunda parte de la teoría del poema de Juan Román Riquelme

es un símil:

 

si vas por la autopista y hay un atolladero

entonces doblás, dice Juan Román Riquelme

 

y vas por donde no hay congestión.

 

El símil es con el poema: si estás escribiendo

un poema

y ves que hay muchas palabras delante de ti,

te desviás y vas por donde hay pocas.

 

Hay quienes (a veces locos, a veces genios)

ven un atolladero

y se meten por ahí, Messi, Góngora,

 

gente rara que aborrece la soledad

del espacio.

 

La dificultad del poema

es que hay muchas palabras juntas

y entonces

nada se mueve

 

y todo apunta al 0-0,

 

al aburrimiento radical de 47 pases horizontales

para que nada realmente ocurra.

 

Esa es la teoría del poema de Juan Román Riquelme.

 

Zinedine Zidane (debo buscar la referencia)

había dicho algo similar:

 

“si te dan dos metros

cualquiera escribe bien”.

 

El poema pone de relieve dos condiciones indispensables para pensar el movimiento. Por una parte, el espacio en donde se ejecutarán ciertas maniobras. Por otra, se alude a alguien que es capaz de mirar de modo distintivo, de advertir algo casi imperceptible, algo de lo que no todos pueden darse cuenta. Mirada (la soledad del espacio) luego traducida en acción (la restricción de palabras) que funge como la amalgama generadora para que, finalmente, algo ocurra. De allí que el talentoso que —por lo general— luce la camiseta diez en el fútbol haya sido una figura que se presta para pensar, bajo la forma del símil, el movimiento en el poema. Por ejemplo, es evidente el grado de consonancia entre el poema anterior de Montalbetti y esta cita atribuida a otro diez insigne, Ricardo Bochini:

 

—Bocha, ¿qué hace usted para jugar tan bien?

—Y yo, nada, me paro donde no hay nadie y se la doy al que está solo.

 

Se trata de una frase sobre la cual se podría componer “La teoría del poema de Ricardo Bochini”. En realidad, se podría construir una antología de poéticas del movimiento en el fútbol que incluyera frases similares de Maradona («Lo que más me gusta del fútbol es la pelota. Todo lo demás, cansa», «La pelota no se mancha»), Sócrates («No hay que jugar para ganar, sino para que no te olviden») o Johan Cruyff («Nunca debemos olvidar que el fútbol es un deporte que implica muchos fallos y en el que los aciertos pueden llegar a tener tanta trascendencia como los errores», «Si tocas de primera juegas muy bien. Si tocas dos veces la pelota, bien. Si la tocas tres, mal»), por citar solo a algunos talentosos creadores. Es decir, sujetos brillantes que pueden ver y hacer lo que pocos pueden ver y hacer. Sin embargo, Sostener la deriva introduce dos ideas que permiten pensar no solo una teoría del poema a través de la figura del creador en el fútbol, sino que permite pensar, también, una teoría del poema a partir del defensa rústico. La primera de estas ideas es el deslinde entre movimiento y desplazamiento, mediadas diferencialmente por el factor de lo inusitado como valor del primero de los términos en cuestión. La segunda es la idea de que detrás del movimiento lo que hay es trabajo. Dice Matías Ávalos: «Comencé pensando en el desplazamiento creyendo que pensaba el movimiento, hasta que encontré el movimiento en un lugar inesperado y difícil de justificar para quien no haya tenido, en alguna oportunidad, las manos en la masa». Dice también: «El poema se mueve desde la perplejidad hacia la explicación de la perplejidad, que te deja más perplejo». Podemos extender estas dos ideas a la figura del defensor rústico, ya que tal figura nos hace pensar en el trabajo incesante, pero también en lo inesperado, en la perplejidad vista desde otra perspectiva, un campo de visión que actúa en contrapunto y que es condición necesaria para que podamos caer en la cuenta de que ha ocurrido algo imprevisto. Pienso, por ejemplo, en un rústico por excelencia como Mauro Laspada, a quien, de hecho, Marcelo Díaz le dedicó un libro (Laspada, en 2004. En uno de sus poemas se lee: «El Pelado Laspada es el abanderado/ de los jugadores humildes; / día tras día, / semana tras semana, / mes tras mes y los noventa / minutos enteros que dura el cotejo,/ el Pelado Laspada roe con tenacidad / el hueso de su torpeza: / masca / rasca / muerde / traba»). Pienso en sus patadas, en cómo la hinchada de Olimpo de Bahía Blanca celebraba como si fuera un gol cuando reventaba la pelota hacia las gradas intentando sacarla del estadio, pero por sobre todo pienso en un tweet que escribió a propósito del icónico amague de Lionel Messi («gente rara que aborrece la soledad/ del espacio») a Jerome Boateng, en una llave entre el Barcelona y el Bayern Munich por la Champions League 2014-2015. Escribió Laspada en aquella oportunidad: «Boateng te comprendo. Esto te pasa porque creíste que te enganchaba para adentro y fue para afuera. Casi te desnucás hermano». Hacernos creer que nos amagan hacia adentro cuando en realidad nos llevan hacia afuera —y viceversa— es el tipo de enganche al que nos disponen ciertos poemas. Es el jugador rústico el que nos hace tomar magnitud de la perplejidad. Su figura es indispensable para comprender lo inusitado. Y a partir de ese viraje se puede pensar al defensor rústico como símil del movimiento en el poema.

 

El borramiento como condición del saber

La segunda relación es con el polémico ensayista, lingüista, traductor y poeta francés Henri Meschonnic. Matías Ávalos cuenta en su libro que durante la pandemia sostuvimos (de modo parecido a como se sostiene una deriva) un grupo virtual de lectura sobre este autor, en el que también participaba Rafael Cuevas. No recuerdo cómo llegamos a entablar semejante movimiento, pero sin duda que el olvido de ese punto de partida es expresivo de lo que viene a continuación. Quisiera citar dos pasajes de uno de los libros que leímos en ese grupo, Un golpe bíblico en la filosofía. El primer pasaje es este:


Muéstrenme su teoría del lenguaje y les diré cuál es su representación de lo que es y hace un poema; muéstrenme su idea de la poesía y les diré la representación que tiene del lenguaje. Al igual que una traducción muestra en primer término su representación del lenguaje y de la cosa literaria, antes de mostrar lo que se considera que ha traducido.

 

El segundo pasaje es el siguiente:

 

[Todo saber] no sólo no sabe, o no quiere saber, ciertas cosas, sino que acaso ni siquiera sabe que no sabe, y su efecto se desdobla: por ser un saber particular produce una ignorancia particular y, al mismo tiempo que borra lo que borra, borra que borra. Así, ese saber impide reconocer y conocer el triple borrado que lo constituye como saber.

 

Concomitancias, reverberaciones. En Sostener la deriva leemos que el poema intenta «subrayar algo sobre sí mismo y su relación con el lenguaje». El acto del lenguaje no solo dice, también muestra, exhibe, ¿qué cosa? la idea de cómo se asume que funciona el lenguaje. A su vez, en su libro Matías Ávalos aglomera algunos momentos en que el decir poético radicaliza o rarifica posiciones asumidas sobre tal funcionamiento (“Los 4 sonetos del apocalipsis” de Nicanor Parra, Trilce de César Vallejo, el mismo Punctum de Martín Gambarotta convocado al inicio del texto, entre otros). Ahora bien, Meschonnic junto con aseverar que ese mostrar es un decir performativo, también nos persuade de que constituye, a la misma vez, un borrar. La posición de saber conlleva un triple borrado: se borra un campo (borrar lo que no se sabe), un contenido (borrar lo que se borra) y una acción (borrar que se borra). En otras palabras, el acto mismo de decir constituye toda una profundidad por cuya extensión se desplegarán ya sea desplazamientos o movimientos, tanto de afirmación como de borradura. La navegación por aquella profundidad se presenta como una deriva. No es aleatorio, entonces, que el segundo apartado del libro comience con el reconocimiento de un borrado. Porque el borrado es parte de las modificaciones por las que atraviesa un objeto hasta convertirse en algo. En este comienzo Matías Ávalos relata que la lectura de Henri Meschonnic le hizo «borrar la segunda parte de lo que llevaba escrito, correspondiente a la continuación del punto aparte que cerraba el capítulo uno». Un ensayo que trata sobre el movimiento en el poema exhibe su representación del lenguaje, muestra su propia borradura, a la vez que mantiene como hilo conductor el ritmo y tono de una interrogante. De este modo, el primer movimiento que debe realizar un ensayo sobre el poema es un camino de reversa contra el desdoblamiento en el que se afirma todo saber.

 

Un puente que funciona, pero sin sus elementos estructurales

La tercera relación del movimiento en el poema es con Thelonius Monk. Geoff Dyer en Pero hermoso. Un libro de jazz dice lo siguiente sobre la particular forma de tocar el piano de Monk, lo que creo que está en directa consonancia con algunas de las reflexiones que Matías Ávalos va consignando en su libro:

 

Tocaba cada nota como asombrado por la anterior, como si cada roce de los dedos en el teclado corrigiera un error y dicho roce a su vez deviniera un error a corregir y así la melodía nunca terminaba exactamente según lo previsto. A veces parecía que la canción acababa del revés o que se había construido toda ella a partir de errores. Sus manos eran como dos jugadores de raquetbol tratando de pillarse desprevenidos, sus dedos intentaban engañarse continuamente. Pero reinaba una lógica, una lógica exclusiva de Monk: si tocabas siempre la nota más inesperada emergía una forma, un negativo de lo que se esperaba de inicio. Tenías siempre la impresión de que en el centro del tema latía una bella melodía que había salido de espaldas, del revés. Escucharle era como ver a una persona inquieta, te incomodaba hasta que te inquietabas con ella (...) O podías plantearlo de otra manera. Si Monk hubiese construido un puente, le habría quitado partes consideradas esenciales hasta dejar solo los elementos decorativos, pero de algún modo habría conseguido que la ornamentación absorbiese la fuerza de las piezas sustentantes de tal modo que todo pareciera construido alrededor de lo que ya no estaba. El puente no debería aguantarse, pero se aguantaba, y la emoción nacía del hecho de que parecía a punto de derrumbarse igual que la música de Monk sonaba siempre como si fuera a enrollarse sobre sí misma.

 

Dyer extiende el símil del particular modo de tocar el piano de Monk hacia el raquetbol, pero nosotros podemos volver sobre el fútbol, usando las mismas imágenes y vinculándolas a lo ya dicho previamente: la relación entre el asombro y el aparente error (Cruyff y la trascendencia de los errores) o entre la finalización y lo previsto (aquí nuevamente Laspada: creer que se engancha para afuera cuando el movimiento va hacia adentro). También, y ya fuera del fútbol, la relación entre la emergencia de una forma y su negativo (Meschonnic y el borramiento del saber en el decir).  Leemos en Sostener la deriva: «El movimiento que perseguí durante estas páginas viene del trabajo, es el de las modificaciones que atravesó la materia hasta ser lo que tenemos enfrente. Ese par de palabras dispuestas de una forma específica, nos quita la venda de los ojos para ver lo mismo, pero con una nitidez entonces inaudita». O, a propósito de la metáfora del puente: «el poema es un artefacto que concentra un máximo de energía expresiva en un mínimo de espacio, como el agua si no se la modifica». Las asociaciones son manifiestas y sería una redundancia —un detenimiento— profundizar en ellas, pero, y siguiendo el modo en que Monk tocaba las teclas, hay una corrección que hacer. Pues de seguro Ávalos no estaría tan de acuerdo con la relación establecida con Thelonius Monk y el jazz, por lo que extenderemos la reverberación hacia otro tecladista con el que de seguro el autor se sentiría más concomitante. Me refiero a Pablo Lescano. Podemos ver en el teclado MIDI Keytar Roland AX-1 con el que Lescano esculpió el sonido de la cumbia villera un puente sin sus elementos estructurales que no solo funciona, sino que también crea algo nuevo, ligado estrechamente a lo que Meschonnic llamaría una «forma de vida». El sistema MIDI es una interfaz que permite que instrumentos y computadores se conecten como un puente. Funciona como la salida visible y audible de un archivo, un banco de datos que absorbe la fuerza de las piezas sustentantes. Es decir que se trata de un sonido que está construido alrededor de lo que no está fácilmente a la vista y que se enrolla sobre sí mismo, como el hipotético puente que Geoff Dyer piensa a partir de la ejecución pianística de Thelonius Monk o como la deriva que sostiene Matías Ávalos al pensar el poema.

 

 

(Texto leído en la presentación de Sostener la deriva. Notas sobre el movimiento del poema de Matías Ávalos)

Septiembre • Noviembre 2025

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