Sobre:
Nueve versiones para un haiku, de Guillermo Goicochea, Bahía Blanca, 17 grises editora, 2024
Este libro se presenta, desde el inicio, como “doce formas de la intemperie”: nueve versiones de un haiku, con sus textos argumentativos, y otras tres aproximaciones ensayísticas al final del volumen. En las primeras páginas, Goicochea se despega discursivamente del oficio de traductor y, a la vez, da cuenta de sus concepciones generales en torno al trabajo de traducción; se trata ante todo de una serie de consideraciones escriturales, experienciales, cuando no metafóricas, del acto de traducir. El acercamiento a un haiku del pintor y poeta japonés Yosa Buson (1716 - 1784) lo conduce a pensar en el traductor como aquel que se rige por un principio de hospitalidad con el texto extranjero, aquel que sale del interior de su casa hacia un no-lugar, un afuera, para ir al encuentro de quien viene de otra tierra. Sin embargo, al ingresar junto al viajero en su propia casa, descubre que la visita lo ha transformado a él mismo en un extranjero de su lengua materna. La traducción funcionaría, en la experiencia del autor, como un encuentro con Otro que modifica, horada y tensiona las estructuras de la lengua y, por lo tanto, del pensamiento.
春雨や
もの書ぬ身の
あはれなる
harusame ya mono kakanu mi no aware naru
Lluvia de primavera.
Alguien que no escribe,
profundamente emocionado.
Nueve versiones para un haiku se proyecta en la inestabilidad y la apertura hacia diversas posibilidades de traducción. Goicochea no llega fácilmente a la versión citada acá arriba, sino que va ensayando combinaciones, tonos, elecciones métricas, fónicas y semánticas. Estamos frente a un elogio de la indecisión, porque Goicochea intenta –escribe– nueve versiones para un haiku, que son también nueve versiones de sí: de sí mismo, intrigado por cómo traducir desde la propia lengua y contexto, el sinograma, el kanji 身—mi (cuerpo, alguien). Ese kanji (arriba marcado en negrita) despliega una fuerza no sólo en tanto traducción, sino como escritura, porque ese alguien es doble: viene de Yosa Buson, pero es aún inmaterial, suspendido, posible de ser apropiado y de existir también en quien traduce. Las versiones auscultan la subjetividad del traductor-escritor, en tanto un problema aparentemente léxico (cómo traducir 身) potencia un problema, primero, sobre la propia percepción y, en consecuencia, sobre la cosmovisión occidental del sujeto. En cada variación, Goicochea se detiene en otros sinogramas que suponen dificultades (cómo versionar y considerar la primavera, la lluvia, el acto de escribir), pero ninguno como ese alguien al que arriba el autor en su lengua materna, que ocupará en gran medida el lugar central de la escritura en los últimos tres ensayos del libro.
Las versiones se dispersan en muchas direcciones. Hay una primera traducción literal al interior de la escritura nipona y, de ella, al alfabeto romano. Luego una lectura filológica que se propone suspender las barreras entre las cosmovisiones de Oriente y Occidente (una interpretación de los sinogramas “sin logos”). Después, una diatriba contra la escolarización métrica del haiku en las diecisiete sílabas del español (lo que se acerca a los intentos de Alberto Silva y Arturo Carrera, pero se distancia de los de Jorge Luis Borges). Más adelante, una versión que contextualiza (y ficcionaliza) la escritura de ese haiku de manera aurática. Y hay también una serie de apropiaciones libres:
Chispea en primavera
el tipo reemocionado
no puede escribir nada.
Uh se largó nomás
un flaco recolgado
ni puede escribir.
Hay otra diatriba, en la sexta versión, esta vez contra lo que Goicochea considera fallas semánticas en la traducción de Alberto Silva. Y a ella le sigue una versión que rastrea geológicamente las distintas capas de sentido en el kanji 身, en la que el autor constata al menos diecisiete acepciones posibles. Como los esquimales en Blaia, de Marcelo Díaz, que tienen más de veinte maneras de referirse al hielo o la nieve, o como las cinco formas de pintar, de marcar sobre el papel, el pronombre yo, que reconoció Ernest Fenollosa en los caracteres chinos, Goicochea encuentra en cada acepción la profundidad de una palabra activa, que guarda sus propias tradiciones y matices: “un solo kanji para hacer tambalear los 2500 años de formación del concepto de identidad sustancial occidental”.
Nueve versiones para un haiku se demora en lo que Goicochea llama “un tiempo traductivo”, un periodo de esfuerzos lingüísticos y vitales en el que se expone la mesa de traducción, los materiales que se corresponden con todos los aspectos del lenguaje. Ese tiempo no lineal, no necesariamente secuenciado, engloba otros tiempos, cada uno el de una traducción del haiku, y habilita una apología del traductor indeciso, el que, no contento con la versión de llegada a la nueva lengua, debe ensayar más de una versión posible, hasta encontrar finalmente que no ha hecho más que escribirse a sí mismo. No estamos frente al traductor invisible, sino frente a la multiplicidad de un traductor que se devana los sesos en cada posibilidad abierta en el tiempo traductivo. Esta tentativa se entronca en una serie deliberada de traducciones indecisas; deliberada por el hecho de que la indecisión es, ante todo, un efecto respuesta a qué hacer con la no unicidad. En esa tradición se podría mencionar a la versión de la Poesía última, de Hölderlin, realizada por Marcelo G. Burello y Léonce W. Lupette (El Hilo de Ariadna, 2016) –y cabría pensar que la propia poesía de Lupette es una zona de indeterminación entre lenguas–; a las variaciones del modernismo anglosajón en The modernist songbook, de Mariano Siskind (Beatriz Viterbo, 2021); y a las versiones futboleras de Catulo en Catu10, de Lourdes López (Es pulpa, 2022), que continúan la línea de traducción por la que se infiere que, hasta el día de hoy, la capital de Roma sigue siendo Bahía Blanca. Aunque, ¡cuidado, bahienses, con la tradición del Edo! ¿o acaso eso que vemos, en esta hora de la tarde, sobre la Plaza Rivadavia, es el saludo de Yosa Buson con el Coronel Estomba?
Septiembre • Noviembre 2025

