diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Alejandro Crotto nació en 1978 y vive en Buenos Aires. Publicó los libros Abejas (2009), Chesterton (2013), Once personas (2015) y Francisco -un monólogo dramático (2017), todos en el sello Bajo la luna. Realizó traducciones individuales y colectivas de Francis Ponge, Robert Hass, Denise Levertov, Robert Browning, Alfred Tennyson, Dante Alighieri, entre otros. Colaboró con las revistas Diario de Poesía, en su última etapa, y Hablar de Poesía, que actualmente dirige. Es licenciado en Letras por la Universidad Nacional de Buenos Aires. Se levanta muy temprano. Nadie lo vio nunca con remeras estampadas. En esta entrevista, realizada la mañana del sábado 9 de abril de 2022, habla sobre la experiencia, la técnica, la lectura y la traducción en su poesía.
–Empecemos por escenas de iniciación: ¿cuáles fueron los libros y las experiencias que te marcaron cuando empezaste a leer y escribir poesía?
–Me acuerdo de un libro de cuentos para chicos, creo que de los hermanos Grimm, y yo mirando y mirando una imagen: un castillo custodiado por un dragón violeta... Además tuve una abuela genial que nos hacía, a mí y a sus otros nietos, aprender poemas. Y en casa había una biblioteca… mi viejo es lector y había libros de poesía. Machado, Storni… yo iba leyendo cosas de ahí. Más adelante, a los quince o dieciséis empecé a comprar libros. El primero fue una edición de Corregidor de la poesía completa de Alejandra Pizarnik.
–Es el inicio de varios ese, ¿no?
–Sí, totalmente, y es un buen inicio… hay algo muy asfixiante por un lado, si queda como modelo único, pero por otro hay una gran intensidad, como en Árbol de Diana, que es un libro que sigo leyendo. También a esa edad me llegaban cosas del colegio: las Rimas de Bécquer. En un gesto romántico me aprendí de memoria más de la mitad… [Risas]. Siempre es bueno mezclar cosas distintas: las Rimas por un lado y Pizarnik por el otro. Todo esto coincide con la época en que empecé a salir más de noche con amigos, y mi gracia ahí –un encare inocente– era recitar los poemas de Bécquer [Más risas]. Una estrategia de seducción más simpática que eficaz.
Aprender desde chico poemas, ir comprándome libros y leerlos, recitar poemas en los boliches... siempre tuve una relación bastante natural con la poesía. Recién hace unos años me empecé a dar cuenta de que eso era algo raro. Al principio creía que era lo normal, pero con el tiempo te das cuenta de que es raro… ¿por qué esa fascinación con algo tan inmaterial, un poco de aire articulado, unas palabras?
–También hay una rareza sobre los poetas en la juventud, ¿no? Si los poetas son los “hablados por la poesía”, están en otra sintonía…
–Sí, claro, también a mí me fascinaba eso. Yo quería ser poeta en el sentido de que quería ser alguien especial. Después, si todo sale bien, te das cuenta de que verlo así es una tontería, pero sí, a los dieciséis años quería ser poeta en ese sentido.
–Ya en tus dos primeros libros, Abejas y Chesterton, hay una experiencia de la fe que aparece en muchos poemas. ¿Cómo percibís que se da esa relación entre la experiencia y la escritura de poesía?
–Es una lindísima pregunta. Hay una frase que decía Mirta Rosenberg: “la poesía es de muchas maneras”. La digo ahora porque sé que hay otras maneras de verlo, pero para mí la poesía y la experiencia son la misma cosa: la poesía no puede venir de otro lado que no sea la experiencia. En ese sentido, no me interesa la poesía como producto artístico, lo artístico es accidental: lo importante es que la poesía surja de la propia vida. Justamente a los dieciséis años leí las Cartas a un joven poeta, de Rilke, y ahí él dice que ser artista es una manera de vivir. Y sí, tratar de ser poeta es una manera de habitar el mundo. Entonces la relación entre experiencia y poesía es total. Yo puedo inventar las circunstancias del poema, pero siempre tengo que estar escribiendo de mi vida. Al mismo tiempo, la poesía es para mí también una manera de afinar mi percepción, de ir aprendiendo a estar más atento, más despierto. La poesía viene de la vida y va a la vida. Poesía y experiencia están entramadas.
–Aun cuando esa sea una experiencia intelectual, digamos.
–Sí, claro, porque somos seres también intelectuales. Cuando leés algo y te emociona, ahí se mezcla lo intelectual, lo fisiológico, todo.
–Leyendo esos libros, me sentía tentado a pensar tu poesía en la línea de poetas que escribieron desde esa “experiencia interior”, como dice Bataille, con anterioridad: Jacobo Fijman, Héctor Viel Temperley, Miguel Ángel Bustos y, si pensamos en una contemporánea, Elena Anníbali. ¿Percibís que hay alguna conexión entre esa poesía y la tuya? ¿te parece que sería posible pensar una estética común ahí?
–Sí, de hecho dijiste algunos nombres que son muy queridos para mí, gente que leí y que podría recitar [Risas]… Sí me sorprende que a veces, en diálogos como este, me plantean que algo raro de mi poesía es la experiencia de la fe, la experiencia de lo sagrado. A mí no me parece nada raro. Ni a mí ni a la abrumadora mayoría de las personas que venimos escribiendo poesía desde hace cinco mil años. Siento cercana esa poesía que tiene lo sagrado como su tema natural y, salvando las distancias, me siento parte de ese grupo. El peligro está en ver la religión como si fuera un cajón del escritorio. Obviamente el intelecto categoriza y separa, y está bien, pero el peligro de eso es que la palabra “religioso” se transforme en una etiqueta estática. La fe, como la poesía, es una manera de habitar el mundo. Todos sentimos de vez en cuando esa dimensión sagrada. Es un momento, cómo explicarlo no sé. Y para mí el tema de la poesía es ese: el contacto con lo sagrado. Puede llegar de las muchas maneras que tiene, pero sin eso, en mi caso, no tendría material para escribir. Tampoco tendría sentido. Me siento parte del grupo de poetas de siempre que sintió algo, que vio o que vivió algo, por decirlo de algún modo, y después trató que las palabras dieran cuenta de ese misterio, de esa intensidad. El otro día releía a Cernuda, un poeta que quiero mucho, y en el final de su Poesía completa escribe algo que se llama “Historial de un libro”, donde cuenta su formación como poeta. Dice que un día estaba andando a caballo y de repente el mundo “se me apareció como si lo viera por primera vez”. No cuenta qué estudió, sino que lo que está en la raíz es esa experiencia de lo sagrado.
–En relación a eso, en tu primera poesía, algunas imágenes, como un plato de fideos sobre la mesa, una gallina, o un balde con abejas ahogadas, ocupan un lugar central e interpelan a la voz del poema (y a lectores y lectoras que se predispongan a esa interpelación). ¿Cómo es la convivencia entre los objetos y la experiencia espiritual de la que venimos hablando?
–Uno empieza a tratar de escribir poesía copiando un poco, y lentamente va encontrando una voz más propia. Yo empecé imitando a Pizarnik pero estaba trabado, y después conocí el imagismo y encontré una preceptiva muy directa de Pound, que dice: “si no puede dibujarlo, no lo escriba”. Fue como un antídoto. Eso resonó en mí, ahí había algo que me podía ayudar a escribir. En poesía muchas veces se procede por capas, de modo que tener clara la imagen puede ayudar para aventurarse en un terreno más abstracto. Y en poesía funciona muy bien dar imágenes plásticas a otro tipo de experiencia. El poema ese que citaste, el del mediodía y los platos de fideos, con el pan quebrado, el vino –esa mesa evidentemente es una especie de altar– tiene lo sagrado, particularmente lo católico, devuelto o recreado en términos naturales, inmediatos. Eso está en varios poemas de Abejas. Hay otro poema que se llama “Domingo” y cuenta cómo una familia mata un cordero y se lo come…
–Es como si los objetos fueran los del mundo y, a su vez, los de la liturgia…
–Claro. Para mí, la mejor manera de hablar de lo sagrado es hablar de lo material, de lo táctil, lo visual, porque si empezás por lo que está pasando por afuera de los sentidos va a ser muy difícil. Y de hecho, la poesía de los maestros como San Juan o Santa Teresa está cargada de erotismo inmediato, en el sentido del cuerpo. Se trata de dar imágenes a algo que está al fondo de la experiencia de los sentidos, no adelante. Trato entonces de llevar lo más lejos que pueda la imagen para ver si con eso logro atrapar algo de lo otro. Me interesa el objetivismo para dar cuenta de lo inmaterial: que al fondo de la materia aparezca un pulso.
–En tu poesía hay una apuesta por lo formal y lo técnico, que tiene que ver con la destreza en el verso medido y el sentido rítmico de los poemas. En esa línea es como si técnica y sentido fueran indisociablemente un vehículo hacia la poesía. Percibo que hay cierto goce ahí, cierto placer sobre el juego métrico. ¿Cómo nace ese gusto o esa decisión de retomar algo que, en apariencia, resulta inactual en el panorama general de la poesía argentina?
–Entiendo esa dimensión técnica, como bien decís, como un vehículo, un medio. Si alguien me preguntara qué es para mí la forma, la concepción formal del poema, la atención a esa dimensión técnica, yo diría que es el deseo de mantener durante la escritura el estado de inspiración que me movió a escribir. Recibo, no sé de dónde, la idea de escribir un poema y enseguida se empieza a articular formalmente. Por eso es un medio, una manera de mantener la impersonalidad en la escritura. Los poemas que se escriben así son los que más me gustan porque son míos, pero de una parte mía muy no mía. La atención técnica es hacer pasar el lenguaje por tu cuerpo. Si escribiendo un poema surge de algún lado una métrica o una forma, yo tengo que salirme del medio y seguir esa línea. No es hacer un sudoku, es ponerte al servicio, disponible, y dejar que el lenguaje te atraviese. Y hay un goce muy intenso en eso, sí. Escribir poesía es una cosa muy feliz, de las más felices que yo conozca, para la que hay que tener mucha paciencia.
–Hablamos de Abejas y Chesterton, pero no de Once personas y Francisco. En la contratapa de Once personas, Mirta Rosenberg habla del “raro interés de traducir obras del siglo XIX” y pareciera, entonces, celebrar lo extemporáneo en esa empresa. En esa línea, el valor de lo inactual es quizás una de las características más presentes en tu poesía. Contame cómo es para vos sumergirse en esos textos antiguos (los monólogos dramáticos de Browning y Tennyson, las hagiografías de Francisco de Asís y la Divina Comedia, también), que evidentemente todavía dicen y exhiben una técnica y un sentido que para vos es importante retomar y apropiar. ¿Cómo es esa inmersión en experiencias tan extemporáneas?
–Más allá de que la contratapa es muy generosa y del cariño que le tengo a Mirta, esa idea me resulta extraña, en el sentido de que Browning y Tennyson son poetas muy canónicos. Por ejemplo, si vos agarrás el Borges profesor [Señala el libro en la biblioteca], él ahí habla de Tennyson y de Browning. Y Pound ahí [Señala otro libro en la biblioteca] también habla de Browning.
–Creo que es “raro” en tanto exótico, me parece que a eso se refiere la frase. Digo exótico porque, si no me equivoco, en lo que va del siglo XXI en Argentina hay dos traducciones de Tennyson: la de Lancelot y Elaine [Dedalus, 2018] y la tuya, en los monólogos dramáticos de Once personas. Es exótico si lo pensamos en términos de campo.
–Sí, claro, así sí. A veces la gente me dice “qué raro tu interés por la métrica”. Y sí, es raro en este brevísimo paréntesis de algunas décadas en que la moda es considerar que la métrica se puede dejar de lado. Lo raro en verdad es creer que puede ser dejada de lado sin que se pierda algo fundamental de la sensibilidad del poeta. En ese sentido, ¿yo por qué me puse a traducir a Dante? Bueno, porque lo leo y me parece una poesía increíble, viva, inmediata. No hay una expedición hacia lo exótico. No se trata de valorar lo anacrónico en sí. Quizás sí sea justo pensarlo en términos de estrategias de traducción. Yo leí a Browning y a Tennyson por curiosidad, porque Borges y Chesterton decían que eran grandes poetas. Y los leí y me di cuenta de que era verdad, y también que en su poesía había algo que se podía traducir muy bien al castellano: poemas en los que alguien, una máscara, habla con mucha naturalidad y al mismo tiempo el discurso está articulado rítmicamente con gracia. En ese cruce nacía la poesía. Pensé que podía traducir eso al castellano, que de eso podía resultar algo lindo, enriquecedor para leer. Algo parecido me pasó con Dante: empecé a ver qué pasaba si soltaba un poco el metro –mantenerlo, sí, pero soltarlo un poco–, si permitía otros versos además del endecasílabo y si abría un poco la rima animándome a usar rimas de variación vocálica, rimas oblicuas, que nunca se usaron para traducir a Dante.
Hay una frase genial de [W.H.] Auden: “los poetas jóvenes suelen preocuparse por la originalidad, a la que no debieran dedicarle ni un segundo de atención, porque lo que en verdad debería importarles es la autenticidad”. Bueno… yo hace unos años ya no soy más un poeta joven [Risas], pero sigo pensando la escritura en términos de autenticidad. No creo que sea exótico traducir a Browning y Tennyson, que son dos íconos de la poesía victoriana. No es que descubrí un poeta inglés del siglo XVII que nadie había leído hasta ahora. Es una cuestión, como vos decís, de campo cultural: es raro ahora, desde este ángulo, pero desde otro lugar son los nombres más esperables, casi obvios. Lo que sí me interesa es ser fiel a un interés auténtico. Si es o no original, no importa. ¿Chesterton cambió tu vida? –Sí. ¿Y leíste un libro de él sobre Browning, sobre cómo raptó a su mujer, que también era poeta, Elizabeth Barrett, y se fugaron juntos a Italia para escapar del padre de ella, que no quería que se casaran? –Sí. ¿Entonces te acordaste que Borges tenía un poema elogioso sobre él y fuiste a leer la poesía de Browning y te fascinó y te pareció que valía la pena meterse ahí? –Sí. Ese es el hilo que me interesa que me vaya llevando.
–En la pregunta anterior yo te hablaba de las apropiaciones de esos textos, particularmente de los monólogos dramáticos. Cuando escribís Francisco, elegís no mostrar un monólogo dramático convencional formalmente, como el que escribís de Simone Weil en Once personas, sino que el libro está compuesto de fragmentos de un monólogo dramático (los 9 poemas) y “Algunas notas”, como si el monólogo “completo” se hubiera perdido. ¿La escritura del poema surgió así, fragmentaria, o fuiste quitando partes y rescataste sólo esos fragmentos? ¿a qué se debió esa decisión?
–Hacía mucho tiempo que tenía ganas de hacer algo con Simone Weil. Uno está leyendo sus Cahiers y de pronto aparecen frases que tienen la misma intensidad que un poema: “La falta de contacto con la realidad es el mal, la tristeza”. Así todo el tiempo. Yo tenía muchas frases así de ella anotadas. Había pensado en un libro en el que cada poema tuviera como título una de esas frases, pero de pronto supe que lo iba a hacer como un monólogo. Un momento de inspiración. Una de las formas típicas para darle verdad a la máscara que habla en un monólogo dramático es elegir un momento muy preciso de la vida de ese personaje histórico o literario; y para mí en Simone Weil había un momento muy claro, que era después de su experiencia mística, cinco o siete días después. Cuando empecé a imaginar el poema supe que desde ese momento ella iba a repasar su vida hacia atrás, después iba a contar la experiencia mística, e iba a hacer una especie de promesa hacia adelante. Con esa especie de mapa en tres partes empezó a escribirse el poema.
Con Francisco, en cambio, quería hacer algo más parecido a un libro de poemas líricos, donde cada poema tuviera su identidad. No me apareció un momento que fuera así, articulador para un poema largo. De ahí eso que notás, más fragmentario. Me vino muy bien para la estructura del libro recordar algo que es muy común en las iglesias –acá cerca hay una dedicada justamente a San Francisco, que se llama San Ildefonso–, en las que cada vitral toma un fragmento de la vida del santo. Me pareció que el libro podía ser algo así. Escribirlo fue pura felicidad. Me conseguí las primeras biografías, que son muy lindas [Detalla varias ediciones de las distintas vidas y leyendas de San Francisco]. Iba leyendo en castellano y, en los momentos que más me gustaban, iba al original, al latín. Fui escribiendo muy de a poco, imaginando, escribía feliz.
–Reconozco en tu poesía una conciencia sobre una tradición de la poesía argentina que tiene que ver con la traducción. No me refiero a una línea de “poetas y traductores” (Aldo Pellegrini, por ejemplo), sino de “poetas traductores” (Mirta Rosenberg, Charlie Feiling, Alberto Girri…). En estos poetas está incluida la traducción en la propia poesía, y esas dos cosas se empiezan a mezclar. Esto lo podemos ver en Once personas y Francisco. ¿Cómo creés –si es que lo pensás– que tu poesía se ubica en esa tradición?
Es exactamente así. Cuando yo empecé a escribir poesía vi que había dos grupos: Ricardo Herrera y la gente de Hablar de Poesía, y Daniel Samoilovich, Mirta Rosenberg y la gente de Diario de Poesía. Me gustaba que a pesar de las diferencias que tenían sobre cómo debía traducirse la poesía, había algo en lo que estaban absolutamente de acuerdo: traducir poesía es parte de lo que hace un poeta. Ahí empecé a estudiar Letras y me hice amigo de Ezequiel Zaidenwerg, y nos mostrábamos nuestros poemas y traducciones, todo junto. Eso lo recibí así: si vos querés ser poeta, es importante que traduzcas poesía. Y es verdad que es una escuela increíble, porque es poner la atención en esa inspiración técnica de la que habíamos hablado, esa segunda parte del proceso de escritura, para llenarla ya no con lo que, en un poema propio, trae la inspiración de la experiencia, sino con lo que trajo una lectura. Los últimos cuatro años estuve muy metido con Dante, y mi tarea como traductor del Infierno tuvo que ver con sostener esa atención impersonal. Se aprende mucho porque se lee muy a fondo la poesía que se traduce, se aprende otra lengua, se escribe algo que después enriquece a otras personas. Gracias a la generación que estaba arriba de mí siempre fue muy natural traducir poesía. Ricardo Herrera y Mirta Rosenberg tienen una obra como traductores que es central y, como dijiste, la ponen en sus propios libros. Yo hice lo mismo en algunos de mis libros porque la traducción es parte de escribir poesía.
[En este punto de la conversación, entra Simona, la hija menor de Alejandro, acompañada por su mamá. Inspecciona la escena y se acerca hacia una pila de libros infantiles. Sus movimientos dicen que aprendió a caminar hace muy poco. Trae uno del montón, el de la vaca Fiona, y se lo da a su papá, que le responde que después le va a leer. Como segunda opción, me apoya el libro en la pierna derecha y leo dos renglones, riéndome. La conversación se reanuda cuando Simona se va de la escena, no muy contenta con no haber conseguido un lector para su historia]
–Más allá de tus traducciones individuales (la del Infierno, la última que nombraste, por caso), vos también participaste de traducciones colaborativas con Mirta Rosenberg, Liliana García Carril, Hernán Bravo Varela, Ezequiel Zaidenwerg, entre otros y otras. ¿Cómo es ese proceso de traducir junto a otra persona? ¿cómo es la conversación entre lo que se traduce y los traductores?
–Con Ezequiel, justo que lo nombrás, somos muy amigos. Nos conocimos en la facultad y además de cursar comíamos dos veces por semana en su casa a la noche. Horas y horas, hablando de poesía. Nada más lindo para un poeta que tener un amigo poeta. Lo de traducir juntos a Denise Levertov [Zindo & Gafuri, 2018] fue así: Ezequiel ya había traducido algunos poemas, y armamos un índice, nos dividimos lo que íbamos a traducir y cada uno hizo su primera versión, que después tallereamos y corregimos juntos. Es un apasionado y yo aprendí mucho. Con Mirta tradujimos “Tulipanes”, de Sylvia Plath. Traducir con otro es más fácil que escribir con otro a cuatro manos, ¿no? No me imagino escribiendo un poema con alguien, pero sí traduciendo, porque lo que se puede hacer en común es la parte técnica, o sea ver qué dice el poema en su lengua original para buscar juntos cómo decirlo en castellano, habiendo acordado algún criterio.
–Ya que hablamos de trabajo en conjunto, quería preguntarte sobre Hablar de Poesía, revista que dirigís desde 2017. A partir del número 36, la publicación tomó un rumbo distinto: una nueva editorial, un nuevo grupo de editores/as y quizás otra concepción de la poesía. ¿Cuáles fueron las cosas que se evaluaron a la hora de tomar la posta? ¿cómo es esa edición colectiva que ya tiene algunos años?
–Mi primera etapa en Hablar de Poesía fue de lector. Debe haber empezado más o menos en 1999, yo tenía 21 años. Me acuerdo de haber leído en el número 4, en el 2000, un ensayo de Brodsky sobre Frost que era genial y que fue importante para mí. En esa época yo estudiaba Derecho y había empezado a estudiar Letras a la tarde, disimuladamente. Leer ese ensayo fue tomar conciencia de que había habido un poeta ruso que había escrito sobre un poeta norteamericano, y que alguien acá en Buenos Aires había traducido y publicado eso en una revista, que tenía un valor en pesos y que yo compré en la Librería Norte. Eso fue algo importante, la poesía tenía una presencia real, física, un lugar. Cuando fui un poco más grande empecé a colaborar en la revista y me hice amigo de Ricardo Herrera. Él ya venía proponiéndome que la dirigiera yo, y un día me dijo que no iba a seguir después del número 35. Yo justo tenía la idea de hacer una revista nueva, y hasta había pensado un título, pero me gustó la idea de la continuidad. Entonces llamé a algunas personas que ya venían colaborando en la revista, como Eleonora González Capria, Nahuel Lardies y Paz Busquet. La revista empezó como la continuación natural de algo que hacíamos: juntarnos a hablar de poesía. Por eso es que el número 36, el primero que sacamos, fue sobre Rilke, porque estábamos hablando de él en ese momento. Aprendo mucho haciendo la revista. Sobre Rilke, por ejemplo, con ese número. En el último número viene un artículo de Sebastián Bianchi que cuenta qué pasó con la poesía latina y después castellana desde el siglo IV hasta el siglo XIII. Es excelente. Hay tanto para descubrir. El próximo número gira alrededor de Wallace Stevens: conocí a Gervasio Fierro, que me contó cómo está estructurado el epistolario y que va a traducir seis cartas de Stevens y dos poemas. Además de aprender, también es una felicidad ver cada número impreso y, acá a unas cuadras, en el bar Varela Varelita, que tiene una mesa con un estante donde están todos desde el número 36, muchas veces entro y hay alguien leyéndola. Para mí fue muy importante, cuando yo tenía veinte años, leer las dos grandes revistas que había en Buenos Aires, que eran el Diario de Poesía y Hablar de Poesía. Fueron decisivas para que yo supiera que mi amor por la poesía no era un delirio adolescente, era algo que se injertaba en un lugar real. Ahora me da mucha alegría colaborar para mantener viva esa antorcha, que la gente que hoy tiene veinte años diga: existe esto, este papel, esta revista, y acá voy a encontrar un poema de Yeats, uno de los mejores poemas del mundo, traducido por alguien que explica cómo lo tradujo; acá está esto que da cuenta de la poesía como intensidad vivida, y también como historia, como técnica y tradición.
–Muy bien. Ya para ir terminando, volvamos a la pregunta inicial: ¿cuáles fueron los libros que más te llamaron la atención o te detuvieron en el último tiempo?
–El Infierno de Dante, obviamente. Y más acá en el tiempo, Wallace Stevens. Yo lo había leído, pero me había parecido más que nada meramente ingenioso. Después, por suerte, mi amigo Andrés Kusminsky me fue guiando, leyendo algunos poemas, y ahora sé que es un poeta atravesado por la gracia. Investigando para el próximo número de Hablar de Poesía me enteré de que se convirtió al catolicismo al final de su vida, ¿no es increíble? Stevens abrió en mí una zona de la imaginación para escribir y le estoy muy agradecido.
–Contame qué estás haciendo ahora, si estás con algún proyecto en proceso.
–Lo que viene primero es el próximo número de la revista, estamos en un mes intenso. Después viene esto, este proyecto raro, ya te voy a mandar un ejemplar [Risas. Señala sobre la mesa las galeras de un libro en coautoría con su hermano, Marcos Crotto, una crónica en torno a la ardua final de la Copa Libertadores 2018]. Además tengo otros dos proyectos: uno es un libro que todavía no tiene título, pero que ya está bastante escrito, con poemas que vengo escribiendo desde 2015 hasta ahora. Como soy un poeta episódico, dejo nomás que se vayan acumulando. Hay cincuenta, más o menos. Hay algunos ligados a una escritura más inmediata del yo, que podrían ser de Abejas o Chesterton, pero también hay otros más abiertos, que son los que estoy escribiendo los últimos años. Finalmente, una cosa que me gustaría hacer es juntar los ensayos que fui publicando, sobre todo en Hablar de Poesía. El que escribí para el último número, “Escribir poesía”, me dio el hilo que podría organizar esos ensayos. Habría que ver cuáles arman un sentido, cuáles hay que sacar, pero la idea es que todos se agrupen bajo el nombre Los porqués de la rosa. Y bueno, además traducir el Purgatorio. Son un montón de proyectos, no tengo tiempo para todo [Risas].
–Vamos con la última: ¿quién es Alejandro Crotto?
[Silencio de medio minuto] Un agradecido... Eso, un agradecido.
(Actualización mayo – junio 2022/ BazarAmericano)