diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Sergio Delgado (Santa Fe, 1961) vive en Francia pero mantiene una intensa presencia en la Argentina a través de los libros que escribe y de los que ha editado en el curso de una ya extensa carrera como editor a través de la Universidad Nacional del Litoral y la Universidad Nacional de Entre Ríos, donde dirige actualmente la colección El País del Sauce, focalizada en obras fundamentales del patrimonio cultural de la región circunscripta por la cuenca de los ríos Paraná y Uruguay. Es profesor e investigador de la Facultad de Letras, Lenguas y Humanidades de la Universidad de París Est-Creteil e integrante del comité de redacción de la revista Cahiers LIRICO (“Littérature contemporaine du Río de la Plata”).
Como narrador publicó entre otros libros El alejamiento (novela 1996), La laguna (cuentos, 2001), Al fin (novela, 2005), Parque del sur (crónica, 2008) y Al alba (novela, 2011). Entre otras ediciones críticas, Delgado dirigió la Obra completa de Juan L. Ortiz (1996), los Cuentos completos de Mateo Booz (1999), la Obra poética de José Pedroni (1999), El Gualeguay de Juan L. Ortiz (2004), las Obras completas de Amaro Villanueva (2010), los Poemas completos de Juan Manuel Inchauspe (2010), los Poemas inéditos de Juan José Saer (2014) y la Poesía completa de Juan José Manauta. El diálogo siguiente refiere a este último aspecto de su producción.
* * *
En la introducción a la poesía completa de Juan Manuel Inchauspe, planteás que editar “implica las nociones de engendrar, dar la vida”. ¿Cómo se aplica esa idea a la preparación concreta de una obra?
Me refería a la etimología de la palabra, que ingresa al español a través del verbo francés éditer (y éste a su vez del latín), que implica ese doble sentido: sacar a la luz, engendrar y al mismo tiempo “presentar”. Creo que el segundo significado es el más habitual. Al margen de la historia de la palabra, las distintas prácticas editoriales tienen (o deberían tener) esa doble dimensión y lo peor que podemos hacerle a un lector es disimular esta fuerte intromisión que significa la edición de un texto.
Hay que considerar, por otra parte, que la concepción de lo que es un manuscrito, un “original”, ha cambiado mucho los últimos años. También el valor que tiene el oficio del editor. Hay en la narrativa moderna un recurso relativamente frecuente: un editor encuentra un manuscrito y decide publicarlo. Este recurso ha dado origen a muchas obras. Un ejemplo paradigmático podría ser Las cartas persas de Montesquieu. Se supone el desconocimiento de la identidad del escritor “original” y en realidad la idea de autor y editor tienden a confundirse. Evidentemente esto no es más que un procedimiento retórico pero pone de relieve una pregunta permanente respecto a la idea romántica de autor. Tampoco estoy diciendo que el editor es el creador del texto que publica, aunque participa de manera activa del proceso que lleva a que un libro exista.
Personalmente considero que un editor es un lector que se encuentra en una situación privilegiada. Debe tratar de estar a la altura de las circunstancias, asumiendo las responsabilidades que esto implica. Si se trata de editar a un autor vivo, el editor es un interlocutor, en la medida de lo posible un amigo (del autor, no de la persona que escribe); el editor debe amar el texto que edita, con los beneficios y dificultades que, naturalmente, conlleva toda relación amorosa. Quiero decir: el editor, en estos casos, establece una relación vital y dinámica con su objeto. Si en cambio se debe tratar con un autor muerto, re-editando una obra u ocupándose de un texto póstumo, el editor necesariamente debe asumir una postura crítica: debe conocer el texto que publica, hacerse dos o tres preguntas básicas sobre su naturaleza, tener una idea o teoría sobre su dispositivo. Y debe exponer estas ideas con claridad. No hay que reverenciar un texto, todo lo contrario: hay que desacralizarlo. Pero tampoco hay que perderle el respeto. Esta “teoría utilitaria” que el editor propone de una obra tiene que ser coherente y, sobre todo, debe estar planteada de manera honesta. Como sea, será una aproximación, que el lector inteligente (especie que abunda, a pesar de que muchos editores la subestiman o proclaman su desaparición) completará e incluso corregirá. La consideración que el editor tiene del lector tiene que ser la más elevada posible. No tiene sentido trabajar para los idiotas que, al fin y al cabo, no suelen leer libros.
¿Cómo funcionan estas ideas en el marco de los criterios generales de la industria editorial?
En nuestro medio editorial hoy en día se teme por el lector, a quien al parecer perturbaría la edición de un texto con un determinado marco crítico. Como si el texto fuera una suerte de quintaesencia que pre-existiera a su edición y a su lectura. Esto no es verdad, naturalmente, puesto que no existe un texto en estado puro y todo texto, de buenas o malas maneras (sería deseable que siempre fuera por las buenas) debe ser “presentado” a su lector. Esta superstición en realidad encubre una especulación financiera: cuidar una edición implica contratar a especialistas, organizar equipos de trabajos y en consecuencia pagar los sueldos de un personal calificado. Eso cuesta dinero.
Sin entrar en esa discusión económica (que debería hacerse, en todo caso, en otro contexto), estoy convencido de que en gran medida nuestros problemas “argentinos” tienen menos una base financiera que cultural. Debería irnos mejor en la vida si, como lectores, exigimos que se nos revele el origen del texto que recibimos (obras literarias, películas, artículos de prensa o televisivos). Sin términos medios, o bien descuidamos las palabras, o bien las sacralizamos. Debemos proteger nuestras palabras porque no existen por sí mismas: tienen su historia, su fortaleza, su debilidad, su destino, pero debemos al mismo tiempo desconfiar de su poder. Hoy más que nunca la suerte de un patrimonio cultural (y el de la literatura argentina, con dos siglos de historia, comienza a ser importante) depende de los lectores. Es el lector el que debe esperar ediciones críticas, que le presenten los textos que lee de manera exigente y honesta. Debemos ser hombres y mujeres “de palabra”. Si lo fuéramos estaríamos más atentos a ese reino de decisiones del que se nos expulsa permanentemente. Ningún texto se lee ni se publica por sí mismo y si un texto no se edita ni se lee, deja de existir. Muere en el olvido. No sé si es cierto, como afirma Borges, que “la página que tiene vocación de inmortalidad puede atravesar el fuego de las erratas, de las versiones aproximativas, de las distraídas lecturas, de las incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba”; sí sé que se trata de una perfecta descripción de nuestra realidad editorial.
La edición de la obra de Juan L. Ortiz llevó años de búsquedas e investigaciones. ¿Significó tu formación como editor? ¿Qué enseñanza te dejó ese trabajo puntual respecto de la edición de una obra de esas características?
Significó, antes que nada, mi formación como lector. Leo desde la infancia y estudié literatura en la escuela primaria, en la secundaria y en la universidad, pero aprendí a leer editando a Juan L. Ortiz. Fue la mejor manera que pude encontrar de implicarme en un texto, de permanecer a su lado durante un cierto tiempo, de ponerlo en relación con otras obras, de buscar los interlocutores que me parecían necesarios para compartir esa lectura.
Es cierto que tuve la suerte de haber hecho esta experiencia con un autor como Juan L. Ortiz. Pero fui aprendiendo, en todo caso, que en el mundo de la lectura la suerte uno se la hace. No hay lectores si no hay libertad. Y al mismo tiempo la lectura nos hace libres. Leí por primera vez a Ortiz en la antología que sacó Hugo Gola en la Universidad del Litoral a mediados de los años 80. Tuve la necesidad de leer más y el trabajo comenzó sencillamente buscando la edición original de En el aura del sauce, editada en 1970, que no se conseguía en librerías. Un momento importante de mi vida fue cuando encontré los tres tomos plateados de esta obra en una librería de viejo. A tal punto debe haberse transparentado mi emoción que la librera me los regaló. Digamos que me los “prestó” y espero haber retribuido su confianza. En un segundo momento aparecieron las preguntas respecto a la suerte que había corrido el material que el autor, muerto durante la dictadura militar, cuando se había desmantelado el sistema editorial de la Editorial Biblioteca de Rosario que antes había publicado los tres tomos de En el aura del sauce. ¿Dónde se encontraban los poemas que Ortiz no había podido publicar o había publicado de manera dispersa? Empecé a mirar alrededor a ver si alguien tenía alguna idea al respecto y me di cuenta de que me encontraba solo. Nadie se hacía esas preguntas y quienes se las hacían (Hugo Gola, por ejemplo, o Juan José Saer, por mencionar algunos interlocutores de esa época), estaban lejos y no podían hacerse cargo del asunto. Entonces comprendí que, al menos en ese momento, para leer a Juan L. Ortiz como yo quería leerlo no me quedaba otra opción que editarlo.
¿Por qué un autor como Juan L. Ortiz? Porque era una poesía que me proponía una resistencia permanente a la lectura y esto me resultó siempre fascinante. Por distintas razones (geográficas, de amigos en común, temáticas, formales, etc.) me encontraba muy próximo de esta obra que, al mismo tiempo, se me presentaba como inalcanzable. Esta paradoja, de la proximidad y la distancia, nos ocurre siempre con la buena literatura. A mí me tocó vivirla con la poesía de Ortiz.
En el caso de Juan L. decías que no se trataba de “completar” con notas el vacío de sentido que buscaba “el trabajo alusivo de Ortiz”. Al mismo tiempo, como en las ediciones de Inchauspe y de Juan José Manauta, un importante dispositivo crítico rodea a los textos literarios. ¿Cómo se articula la idea de proponer nuevas lecturas y el respeto a esos silencios, o distancias, que mantienen los textos?
La articulación es difícil pero al mismo tiempo, creo, inevitable. Todo editor desea compartir con el lector la emoción del descubrimiento de una clave de lectura y puede hacerlo por acción o por omisión. Prefiero que sea por acción.
De todos modos el problema puede tener soluciones intermedias que maticen el grado que tiene esta intervención. Por ejemplo, la solución formal: en la medida de lo posible prefiero que el texto literario (sobre todo si se trata de poesía) juegue con la página en blanco y que las notas se encuentren al final. No es una solución necesariamente original. Personalmente tomé siempre como modelo las ediciones francesas de la “Biblioteca de la Pléiade”, que tienen justamente esta disposición. En el caso de la edición de Juan L. Ortiz, mi modelo fue, en esta colección, el volumen de las Obras completas de Mallarmé editado por Henri Mondor y G. Jean-Aubry.
El segundo nivel del problema está en la “inteligencia” puesta tanto en la introducción como en las notas, la manera como son pensadas, concebidas y escritas. Aquí se juega básicamente esta relación de mediación y de respeto con el lector. Si escribimos una nota tonta u obvia, nos definimos a nosotros mismos pero también ofendemos la inteligencia del lector eventual.
En ocasiones en que el autor no deja disposiciones expresas sobre el destino de textos inéditos (como pasaba en el caso de Inchauspe), ¿cuál es el criterio que debe seguir un editor? ¿Hay algún límite con respecto a la publicación de esos textos?
No hay ningún límite. Salvo el de los buenos modales, el de la seriedad con que hacemos nuestro trabajo y, naturalmente, el que establece el Código penal. ¿Por qué debería haber algún límite?
Como escritores sabemos, vos y yo, que lo que el autor piensa respecto a su obra es siempre relativo. Los escritores que están seguros del valor de lo que escriben no son probablemente buenos escritores. Por eso mismo uno se exige cada vez más, para tratar de descubrir, en sí mismo, ese valor. Un escritor suele controlar el texto que edita y lo editado en vida de un escritor establece simplemente una primera base de trabajo. Los buenos escritores generalmente siguen revisando o re-editando sus libros publicados. Nos estamos refiriendo, por otra parte, a escritores como Ortiz, Inchauspe o Manauta que desarrollaron una escritura totalmente autónoma respecto a los centros de validación cultural, pero postulando al mismo tiempo una escritura abierta, en permanente diálogo. “La poesía es de todos o es de nadie”, repetía Juan L. Ortiz. Los poetas que a mí me gusta leer son los que practican esta escritura exigente, lenta, sedimentada, en permanente corrección, con una alta conciencia de las posibilidades y las trampas del lenguaje. A partir de un momento la obra de un gran escritor es una apuesta, abierta y desafiante, que se lanza hacia el porvenir. El editor debe estar a la altura de esa exigencia y de esa responsabilidad. La primera lección que recibimos de estos escritores es la vigilancia. La vigilancia permanente.
No puedo no evocar aquí el caso Kafka que pidió a su amigo Max Brod que destruyera todos sus manuscritos. Kafka había publicado en vida un solo libro, que representaba más o menos el diez por ciento de su obra. Brod no obedeció el mandato de Kafka justamente porque desconfiaba de la exigencia del escritor Kafka respecto a sus propios textos y de las posibilidades de la persona Kafka de valorar su propia obra. Lo hizo como amigo, pero sobre todo como lector y crítico. Conocía y valoraba esa obra, consideraba que debía ser publicada y se convirtió además en su editor, comenzando por la novela El proceso. Es una decisión fuerte. Esta novela no sólo es un texto inédito sino inconcluso; no tiene, además, un orden definitivo. Brod desdibujó en cierto modo esta condición inacabada del texto, excluyendo fragmentos y adoptando un orden que presentaba como casi indiscutible. Estas manipulaciones del editor, realizadas por otra parte con una relativa transparencia, porque pueden seguirse en los prólogos con que Brod acompañaba las distintas ediciones, fueron necesarias para la difusión de la obra de Kafka. En ediciones sucesivas, Brod fue revisando sus propios criterios, pero de todos modos su empresa, extremadamente arbitraria y parcial, de ninguna manera fue definitiva. Max Brod, amigo íntimo de Kafka, que conocía su obra y la respetaba, un intelectual y un escritor importante de la lengua alemana, no esperaba tener la última palabra. Nunca la pretendió. Y fue necesario, a continuación, el trabajo de otros lectores, de otros editores, de traductores, la realización de distintas ediciones críticas, de ediciones facsimilares, de nuevas lecturas, nuevas traducciones, para que hoy, cumplido el centenario de El proceso, podamos comenzar a comprender su complejidad. Es cierto que se trata de un caso paradigmático pero siempre ocurre más o menos lo mismo. Un texto valioso es el que resiste la prueba de su porvenir.
¿Qué situación planteaban las obras de Inchauspe y Ortiz en cuanto a su edición?
Juan Manuel Inchauspe dejó disposiciones bastante claras sobre lo que él pensaba respecto al destino de su obra, puesto que a partir de un momento la sometió a un ejercicio muy duro de selección y destrucción. Lo dejó dicho, de manera quizás indirecta, al publicar Trabajo nocturno, su último libro, en el que incorpora algunos poemas nuevos y conserva sólo siete “poemas anteriores”. Tanto en la primera edición de su Poesía completa, realizada por Estela Figueroa, como en la segunda edición que hicimos junto con Francisco Bitar, se desobedeció esta voluntad destructora. Se podrá discutir esta decisión pero personalmente creo que está bien que hayamos actuado así. Si aparecen más textos, una tercera edición debería seguramente considerarlos y eventualmente incorporarlos.
El caso de Juan L. Ortiz es muy distinto al de Inchauspe. Ortiz generó un sistema poético único en la poesía argentina, que al mismo tiempo buscaba la unidad y proponía un crecimiento permanente. Este crecimiento se percibe en la extensión de los versos, de los poemas y de los libros. A lo largo de su vida publicó diez libros en pequeñas “ediciones de autor”, que repartía entre sus amigos y donde corregía a mano las erratas en cada ejemplar. En 1958 dejó de ser su propio editor. Pasaron diez años hasta que en 1968 firmó un contrato con la Editorial Biblioteca Vigil de Rosario. Entonces reunió todos sus libros en los tres tomos de En el aura del sauce. A los diez libros iniciales incorporó tres libros más, que representan el mismo volumen que los anteriores. Además dispuso que la obra posterior fuera a reunirse en un “cuarto tomo”. Es una fuerte indicación para sus editores. Esto quiere decir, simbólicamente, que ya no escribirá versos, ni poemas, ni libros, sino “tomos” de su libro definitivo. Esto quiere decir también que este libro, aunque inconcluso, alcanzó su forma más lograda en la edición de En el aura del sauce. En el centro de este sistema se encuentra el poema El Gualeguay, que cuenta con 2600 versos y del cual promete una continuación.
Para editar a Juan L. Ortiz hay que situarse justamente en el centro del problema contradictorio de este sistema en expansión. Por mi parte considero que la clave de la obra de Ortiz es la unidad de En el aura del sauce, un texto al mismo tiempo cerrado y abierto. Este fue el criterio que presidió la edición de la obra completa. Puede ser revisado. Es lo que me gustaría hacer en una segunda edición pero es lo que pueden (y deben hacer) otros editores. Se puede editar a un autor como Ortiz, de manera parcial o general, con distintas concepciones de su obra. Nadie tiene la verdad de un texto. Es lo que ocurre, por ejemplo en el sistema de la literatura francesa, con autores como Baudelaire o Lautréamont, de los que conviven decenas de ediciones diferentes, sucesivas o paralelas. La obra de estos poetas es comparable a la de Juan L. Ortiz.
En la edición de Ortiz y en la de Manauta aparece la imagen del árbol aplicada a las obras y a las escrituras. ¿Por qué te parece especialmente significativa?
Es cierto que ambos autores utilizan en su poesía la imagen del árbol. En Juan L. Ortiz hay muchos poemas dedicados a árboles y en el poema que mencioné anteriormente, El Gualeguay, el río, considerando las raíces de sus fuentes y las ramificaciones de sus afluentes, es visto como “árbol de plata”. Podría pensarse que el árbol es una suerte de metáfora de su escritura en expansión. Manauta, que es deudor de la poesía de Ortiz, al que asume como Maestro, utiliza la misma imagen del árbol pero en un sentido totalmente diferente. El paisaje de la escritura de Manauta es el de las “tierras blancas”, que es un territorio donde no hay árboles. El árbol entonces está asociado a una ausencia o a un vacío.
De todos modos, es probable que esta significación esté meramente relacionada con mis preferencias de lectura. Lo estoy pensando en este momento. Admiro el trabajo de autores como Gaston Bachelard, Alain Corbin o Robert Dumas que han estudiado el significado del árbol en la cultura occidental. De todos modos me resulta evidente que el “Occidente” del que ellos hablan es el de la cultura europea. Creo que habría que hacer un estudio similar de las imágenes y metáforas que genera un elemento como el árbol en la literatura latino-americana. Sólo conozco el trabajo precursor de Amaro Villanueva: El ombú y la civilización. Para Villanueva, este árbol es, en nuestra cultura, un elemento civilizatorio fundamental. Me parece que habría que seguir pensando el problema en esa dirección. Forma parte, en todo caso, de uno de mis proyectos futuros.
¿Cómo se planeó la edición de la obra de Francisco Madariaga? Parece un ejemplo muy logrado de las ideas que estás planteando.
En un primer momento, hacia 2009, comenzamos a pensar con Roxana Páez y Guillermo Mondejar la idea de hacer una edición crítica de Un tren casi fluvial en el marco de la colección “El país del sauce”, que dirijo, para la Editorial de la Universidad Nacional de Entre Ríos (EDUNER). Esta edición de la “obra reunida” había sido hecha en vida del autor, en 1988, y nunca se había vuelto a re-editar. Había la necesidad de reparar esta ausencia de la obra. Luego, a medida que Roxana fue trabajando, encontrando nuevos materiales e interlocutores, en diálogo con la editorial, el proyecto evolución hacia la edición de la “obra” ahora en otro marco, que es el de la colección “Tierra de letras” (donde se publicaron las obras de autores como Amaro Villanueva, Arnaldo Calveyra y Juan José Manauta). Fue naciendo así el proyecto de Contradegüellos, que tiende a parecerse a una obra “completa”, aunque Roxana, por prudencia, quiso siempre considerarla como “reunida”.
Efectivamente, tenés razón en cuanto a que la edición de Roxana Páez, que me parece admirable, tiene su propio estilo. Esta edición está marcada, al mismo tiempo, por la exigencia y por la mirada del editor sobre la obra de Madariaga. A esto se le agrega, naturalmente, las perspectivas del equipo de colaboradores. Si a mí me hubiera tocado hacer esa edición, cosa que nunca se planteó, naturalmente, yo hubiera hecho, con los mismos materiales, una edición totalmente distinta.
Con la palabra editar en sentido etimológico, hay otra palabra que resuena particularmente en estas ediciones, y es dactilograma. ¿Qué sentido le das y qué importancia tiene en la edición de una obra?
La crítica genética, que es la disciplina que se ocupa del trabajo con los manuscritos, los papeles o cuadernos preparatorios de una obra, usa varios términos: mecanografiado, tapuscrito o dactilograma. No quieren decir necesariamente cosas distintas pero de todos modos hay mucha ambigüedad en la concepción del objeto. Se trata de considerar ese momento en que un escritor suele “pasar a máquina” un texto y esta práctica ya no existe. La computadora y la impresión a cinta, a tinta o láser, han cambiado sensiblemente el sentido material de lo escrito. Se trata, finalmente, de la manera como un escritor “publica” o “edita” su propio texto (hoy se habla de auto-edición), abandonando la forma manuscrita, para buscar una más objetiva, distante, que es la de la tipografía. Por primera vez el escritor comienza a ver su propio texto con “otra letra”. La ambigüedad proviene de la evolución de la técnica, pero también de otra cosa. Cada autor tiene una manera propia no sólo de escribir a mano (su letra es una marca, como una impresión digital, de su persona), sino también de “pasar en limpio”, de buscar esa objetividad de la tipografía mecánica, de pasar a ser, en definitiva, lector de su propia escritura. Estoy refiriéndome, naturalmente a escritores como Madariaga o Juan L. Ortiz que no conocieron la computadora. Ortiz utilizaba siempre una máquina de escribir muy especial, con caracteres muy pequeños, que ya estaban dando una idea de lo que, en cuanto a la diagramación del verso en la página, él buscaba luego con el libro. Exigía a sus editores la utilización de una tipografía pequeña.
En la edición de la obra de Madariaga, donde se incluyen dos “dactilogramas”, el primero y el último, me parece que Roxana Páez asume una posición respecto a esta práctica y asume también una interpretación del “mecanismo” de la escritura del poeta cuando busca mostrarse. La escritura es al mismo tiempo oralidad y visualidad. El dactilograma, entre la mano, el ojo y la voz, esboza, como una huella, una manera de mostrarse/decirse y de leerse/escucharse. De un salir fuera para ir al encuentro del otro. Es curioso pero en varias oportunidades habla de dactilograma “encontrado”. Creo que esto es una definición de nuestra generación. Para nosotros un dactilograma es algo extraño, una práctica del pasado. Y entre nosotros (los argentinos, quiero decir) no parece haber habido un traspaso, de mano en mano, del autor a su editor.
Pero bueno, esto tendrías que conversarlo con Roxana Páez. En particular porque ella no elude el desafío y en consecuencia el riesgo, de ser, al mismo tiempo, lectora, editora de Madariaga, y poeta. Roxana, que por otra parte es una de nuestras más importantes poetas actuales, se define en relación con Madariaga. Un poeta, al editar a otro poeta, prolonga sus propios interrogantes.
¿Y en tu caso?
En mi caso supongo que también. Como decía antes, mi práctica de editor comenzó como una forma de la lectura. Supongo que a partir de un momento mi manera de leer y de editar empieza a tener mucho que ver con mi manera de escribir. Y quizás, también, a la inversa. No es algo que yo pueda analizarlo más allá de lo obvio. Me doy cuenta, si miro en perspectiva las cosas que escribí y las que escribo en este momento, que siempre en mis textos aparece un personaje-editor y siempre hay un cuaderno o un manuscrito en el umbral de su pérdida o desaparición.
En varios sentidos, no es fácil escribir “después”. Después de Borges (mejor dicho: después de Pierre Menard), después de Saer, después de la última dictadura militar. Tengo, en este momento que hablo, la imagen del desentierro de los restos de nuestros desaparecidos. Los que “restan” están ahí, en las fosas comunes, donde permanecen, mezclados y confundidos. Pasa el tiempo y seguimos desenterrando. Deberíamos comprender el sentido de esta tarea: quizás terminemos un día de desterrar pero nunca terminaremos de juntar todos los restos. Y eso no es en sí problemático. Lo problemático, en todo caso, es que no miremos el problema de frente. En lo que respecta al trabajo con la memoria, el trabajo de la memoria, el desafío es el de seguir juntando lo que otros comenzaron a juntar. En un momento se dejará de cavar. Nunca de rearmar los restos. Es sobre la tierra apisonada que comenzamos a escribir.
Volviendo a tu pregunta, no pocos críticos relacionaron lo que yo escribo con las obras de Juan L. Ortiz o Juan José Saer, autores que tuve la suerte de editar. Al principio esto me molestó mucho. Me parece que es una respuesta dada por la facilidad, geográfica o biográfica. También es cierto que nunca hice nada para contradecir esa afirmación. No está en mi pensamiento literario trabajar “contra” un escritor que admiro. ¿Por qué debemos avergonzarnos de lo que leemos? Al principio esa interpretación me molesto, sí, pero me sirvió también para interrogar mis predilecciones. Ahora me resulta indiferente. La mentada “angustia de las influencias” pertenece a los estadios iniciales de una escritura. Cada uno repite probablemente en su propia historia la historia de la literatura con la que prefiere identificarse. Me doy cuenta, en todo caso, de que recién comenzamos, sobre la tierra apisonada, a fundar las literaturas argentinas. En plural. Las literaturas argentinas no existieron hasta el momento en que temimos su desaparición. Es muy probable que literaturas nuevas como las nuestras, que apenas tienen doscientos años, recién ahora comiencen a encontrar su forma. Una literatura nacional no es otra cosa que formas o modelos para recuperar lo que, de otro modo, permanecería disperso.
Me gusta ese verbo: apisonar.
(Actualización noviembre 2016 - febrero 2017/ BazarAmericano)