diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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La poesía, dice Gottfried Benn, puede definirse como lo intraducible por excelencia. “Olvidar: ¿qué significan estas letras? Nada, no algo que se pueda comprender. Pero la conciencia está ligada a ellas en determinada dirección, suscita un eco en estas letras, y estas letras, puestas unas junto a las otras, suscitan un eco, desde un punto de vida acústico y emocional, en nuestra conciencia”. Por eso, oublier no equivale a olvidar; nevermore no sólo no es nunca más: es, por un lado, más hermoso y por otro, menos siniestro (para un lector argentino la expresión tiene una referencia concreta en el pasado); pain (agrega George Steiner) tiene una calidez y una resonancia de “hambre y gleba” de la que carece bread.
Steiner también argumenta la imposibilidad de la traducción de poesía. En prosa, “todo lo que una traducción puede ambicionar es recomponer un tanto (lo que le sea posible) de lo que el escritor extranjero pudo haber modelado en otro idioma”. En poesía ni siquiera debería aspirarse a algo aproximado: aquí, “la traducción es bien un plagio honrado. un estribo que hay que poner junto al diccionario, bien una imitación, un reestatuto de gestos paralelos en un medio radicalmente transformado”.
Estas ideas han derivado en lugares comunes que conviene interrogar y que de hecho ya han sido recusados por algunos traductores de poesía. “Lo paradójico del 'no hay traducción' –dice Héctor A. Piccoli- es su generalizada coincidencia con una sacralización de la otra lengua, que es decir, con una pertinaz renuencia a su abordaje”. Pero, ¿cómo es posible la traducción de poesía? ¿Cuáles son los problemas particulares que enfrenta el traductor? Para responder a estas cuestiones, y a las planteadas por sus experiencias concretas, Bazar Americano presenta una serie de reportajes a traductores.
“Cuando traduzco un poema –escribe Héctor A. Piccoli (Rosario, 1951), me pregunto en primer lugar: ¿qué debo hacer?, en segundo lugar: ¿qué puedo hacer? En el momento en que no puedo, esta última pregunta, sobre todo en poemas sujetos a un patrón métrico y rítmico, se transforma de inmediato en la siguiente disyunción: ¿no puedo o es que se realmente no se puede? La institución, la devoción, la calculada desesperación de erigir una morada en la inclemencia y para quien no ha de ser jamás que un huésped en su casa, ese ejercicio de ardimiento, en fin, del que resulta en definitiva la incidencia del texto en la otra lengua, me recuerda en algo las tácticas de los jugadores de ajedrez”.
La traducción (del alemán al español, pero también del español al alemán) es uno de los ejes del apasionado trabajo de Piccoli. Autor de la única versión española íntegra del Peregrino querubínico de Angelus Silesius, ha traducido obras de los barrocos alemanes, Rainer Maria Rilke, Friedrich Hölderlin y Paul Celan, entre otros. También ha llevado a Juan L. Ortiz al alemán (en versiones conjuntas con Helena G. Quinteros). Una muestra de su trabajo como traductor se puede encontrar en http://www.bibliele.com/CILHT/idxalem.html
Piccoli publicó además los libros de poesía Permutaciones (con Enrique M. Olivay, 1975), Si no a enhestar el oro oído (a partir del cual comenzó a publicar poemas propios en alemán, 1983), Filiación del rumor (1993) y Fractales (2002). Desde 1995 dirige Biblioteca eLe, editorial del Libro electrónico (www.bibiele.com), donde ha publicado sus versiones de Rilke y un diccionario etimológico de términos para una edición de las obras completas de Sigmund Freud, entre otras obras. Es profesor de alemán en la Escuela de Idiomas y de literatura alemana en la Escuela de Letras de la Universidad Nacional de Rosario, y dirige el Instituto Georg Trakl, también en Rosario.
–¿Qué significa ser un germanista, como te presentás?
–Bueno, el término suena tal vez algo ampuloso pero designa, sencillamente y en sentido amplio, a alguien que se dedica al estudio de la lengua y la literatura alemanas. Ése es mi trabajo académico, mi trabajo profesional; no soy empero un germanista en el sentido más específico de especialista en filología histórica del alemán.
–En tu ensayo “Poesía del barroco alemán” hablás de la traducción de poesía como una “artesanía ígnea”. Y la patria de los artesanos, agregás, no es necesariamente la lengua materna sino Heliópolis, “allí donde Fénix ha de renacer”.¿Podrías desarrollar esa idea?
–Sí. La metafóra es una sola: el Ave Fénix, además de símbolo de resurrección e inmortalidad, de resurgimiento cíclico, es símbolo de permanencia a través del cambio. Estaba en el antiguo Egipto asociada a las revoluciones solares y por tal motivo, a la ciudad de Heliópolis, aunque según algunos el nombre alude a la Baalbek de la Siria antigua. Pero lo esencial es que el Fénix se consume y renace de sus cenizas. Bueno, lo mismo ocurre con un poema traducido (bien traducido): ha de consumirse, agotarse de alguna manera en el original –que la consunción no sea exhaustiva es aquí secundario– y reconstruirse («renacer») en una lengua extraña: así consuma el poema traducido su peculiar identidad. Lo de Heliópolis como ‹patria› única de los artesanos-traductores es una alusión crítica al tan esquemático como equivocado concepto de que sólo ha de traducirse lírica a la lengua materna: un prejuicio hijo de la lingüística contemporánea.
–¿Cuál es tu ámbito preferido como traductor?
–Naturalmente, el de la lírica. Creo que es lógico en el caso de alguien que sólo escribe poesía. Pienso incluso en determinada lírica. ¿Cómo traducir poemas con formas ‹clásicas›, canónicas? Por ejemplo, ¿cómo traducir un soneto? Es una cuestión histórica: porque así como hay una historia de la literatura hay una historia de la traducción. De momento parece ser un trabajo casi anacrónico y sin ninguna duda diría que es un trabajo que ninguna editorial paga. La pregunta aparece también en la práctica docente. A veces, en las mesas de examen de literatura en otros idiomas que no son mi especialidad, les pregunto a los chicos qué versiones de los poemas tratados les parecen mejores, y significativamente no son en general las traducciones que cuidan el metro y la rima las que prefieren. Un hecho notable: si vos, cincuenta años atrás, hubieras pensado traducir un soneto que no tuviera rima y que tal vez aun no tuviera metro, te hubieran mandado al psiquiatra. A nadie se le iba a ocurrir. Hoy parece que es al revés, el respeto de la forma suena ‹artificioso›; y frente a las versiones ‹libres› uno se pregunta dónde ha quedado el soneto…
–En el caso del barroco alemán, señalás que mantener el metro y la rima es “mantener el momento, los medios de cohesión fundamentales del poema”. Volviendo a una cuestión del principio, parece como si la artesanía del texto original reclamara una cierta artesanía del traductor.
–Por supuesto que la reclama: eso fue siempre así y no veo razón por la que pudiera dejar de serlo. La literatura universal muestra una plétora de citas del tipo «sólo un poeta puede traducir a un poeta», que, al margen de su discutibilidad, aluden al mismo problema que vos planteás, mucho más acertadamente, por cierto, en términos de «artesanía». No necesito aclarar que esos medios de cohesión fundamentales del poema (metro y rima) en modo alguno se limitan al barroco alemán. Son válidos, naturalmente, para cualquier poema de forma canónica, en alemán o en cualquier otra lengua con iguales o semejantes principios de versificación.
–Por otra parte, si la traducción es, como has dicho, ante todo una lectura del texto, ¿habría que pensar que un texto tiene posibilidades ilimitadas de ser dicho en otras lenguas?
–«Ilimitado» no me parece un término adecuado, ni para la traducción ni para la poesía en general. A partir de la idea de polisemia como mecanismo básico de la poesía, se oyen constantemente frases sobre la supuesta ‹infinitud› de los sentidos poéticos. Y el poema no tiene ‹infinitos› sentidos; tiene, a lo sumo, varios. Del mismo modo que no tiene ‹infinitas› lecturas, porque si tuviera infinitas lecturas podría significar cualquier cosa; y es aquí –como dijo Trotsky refiriéndose a Majakowski a propósito de la hipérbole– donde «interviene la inexorable dialéctica»: si pudiera significar cualquier cosa, no signicaría nada.
–¿Cuál es la dificultad específica de traducir lírica?
–En principio, la misma que la de traducir cualquier texto en el que predomine lo que Jakobson llamó «función poética del lenguaje»: los retruécanos de la comedia de Büchner o el trabajo de deconstrucción / reconstrucción operadas sobre el alemán en gran parte de la obra de Heidegger plantean dificultades muy semejantes a las de la lírica. En ésta, naturalmente, las asonancias, la modulación vocálica, todo aquello que los alemanes llaman »Lautsymbolik« tiene una importancia decisiva. Ahora bien, si tuviera que mencionar un factor específico, un elemento constitutivo y determinante de la lírica, diría, sin dudarlo, la aliteración. El término tiene dos sentidos: uno, estricto, que corresponde al ámbito de la antigua poesía germánica (Stabreim); otro, general. En éste último, la aliteración fue y sigue siendo tratada por las preceptivas como más o menos característica de ciertos períodos literarios o de ciertos autores, pero siempre considerada una ‹licencia› poética (dichterische Freiheit), es decir, un elemento aleatorio y por principio prescindible, al contrario de lo que realmente es: el genuino tejido conjuntivo del lenguaje poético. Si es cierto que el inconsciente marca de alguna manera la palabra en poesía: ¿dónde habría de hacerlo sino aquí? ¿Cuántos ejemplos pueden encontrarse de verdadera poesía, de poemas que corporicen la idea de texto –por no hablar de canciones– y prescindan por completo de la aliteración? Cuando Góngora dice: «que pólvora de las piedras / la agua repetida es»: ¿cómo mensurar el quantum de significación portado en ambos octosílabos por la mera insistencia de la consonante?
Volviendo a tu pregunta: como la posibilidad de un paralelo aliterante con los mismos sonidos es prácticamente inexistente, sobre todo entre lenguas no directamente emparentadas, la traducción debe reconstruir esa insistencia, esa textura, con los medios que le ofrece la lengua meta.
–¿Cómo empezás a hacer traducciones?
–Es una larga práctica que tiene que ver con mi relación con el alemán. Empecé a estudiarlo desde muy chico; y desde la juventud siempre leí en alemán, claro. Entré en el alemán, te diría, desde arriba; el mayor trabajo fue luego ‹descender›, ir hacia la lengua coloquial. Todo eso implicó un esfuerzo muy grande. Pero cuando uno cultiva una suerte de delectación palatal de la otra lengua y quiere lograr en ella una verosimilitud prosódica aceptable, la labor es ineludible.
–¿Coincidís con la definición del traductor, que hace Pontalis, como alguien en suspenso entre dos lenguas?
– (Suspira) Es por cierto una definición plástica, concisa y en absoluto desacertada. El traductor es un ser condenado por el destino a ser siempre criticado. En determinados campos se ha instaurado una especie de moda de crítica al traductor. Yo les digo a mis alumnos que en general esa gente que abunda en iracundia respecto del traductor no tiene idea de qué es manejar otra lengua. Y en muchos casos no maneja bien ni siquiera la propia. A mí no me interesan tanto las ‹problemáticas de la traducción›, me interesa más bien su práctica concreta. Gran parte de los artículos que aparecen bajo el título de “teorías de la traducción” no pasa de ser una serie de comentarios más o menos afortunados, más o menos disparatados, sobre el hecho de traducir. Esos artículos están para mí a años luz de ser teorías, ya que carecen del aparato conceptual y de la consistencia necesarios para convertirse en tales. Fuera de esto y en el orden de las producciones concretas, en el ámbito del alemán-español, al menos, ha habido en la última década y media un giro muy positivo en la calidad de las traducciones publicadas. Hasta hace un tiempo las traducciones del alemán eran proverbialmente malas, con excepciones por supuesto, como las de Alfredo Cahn, en nuestro medio y por citar sólo un ejemplo; pero la mayor parte, que procedía de España, era horrible. Ahora, en cambio, se están viendo versiones en general muy buenas.
–En “Transparencia y traducibilidad” (revista Paradoxa número 1), cuestionás la idea de que “no hay traducción”, apuntando, entre otras cuestiones, que implica una sacralización de la otra lengua. En el final hay una reflexión que merece ser citada: “Un texto poético es intraducible. Un texto es intraducible en la medida de su poeticidad. Y es, simultáneamente, traducible, justamente en tanto que es capaz de poner en movimiento los mecanismos de significación de la otra lengua”. Parece una apuesta muy firme a la traducción como escritura.
–Y estamos hablando de un artículo de mediados de los 80…; evidentemente, ya estaba de moda por aquel entonces hablar de la traducción…
La fórmula «no hay traducción», lanzada así, en general y sin previo acotamiento conceptual, es, si no mal intencionada, irresponsable y absurda. Lo que puede tener cierto sentido aplicado en particular a la poesía o a los discursos en que prepondera la función poética del lenguaje, como dije hace un rato, se convierte en escandaloso disparate si lo afirmo en general o respecto de textos ‹referenciales›: la experiencia humana entera demuestra palmariamente lo contrario. Que la traducción es una forma, si bien particular, de escritura, me parece asimismo un punto no controvertible.
–¿Cómo surge y cómo se plasma tu traducción de los barrocos alemanes y en particular del Peregrino querubínico? En este caso, el hecho de no contar con otra traducción en lengua española, ¿fue una ventaja o un obstáculo?
–La de los barrocos alemanes en general por una cuestión congenial con mis preferencias y convicciones literarias; la del Peregrino en particular, por el azar de un encargo editorial fallido, que se convirtió de inmediato en un interés creciente por Silesius y la dinámica del epigrama barroco.
Nunca traduzco sobre, ni qué decir a partir de, traducciones leídas. En este sentido, no puede hablarse de ventaja ni de obstáculo. Creo que en general, la importancia de contar con traducciones hechas o, si no con traducciones, con aclaraciones filológicas específícas, está en relación directamente proporcional con la lejanía temporal del texto a traducir, al menos en mi caso; porque, como te dije, por no ser un especialista en filología histórica, no domino el alemán mucho más atrás del siglo XVII. Un ejemplo: para la traducción de los Minnesänger, pueden resultarme de gran utilidad no sólo traducciones españolas sino versiones (siempre que no sean excesivamente libres, claro) al alemán contemporáneo.
–También has traducido a otros poetas que, en cambio, son muy conocidos en nuestra lengua, como Hölderlin o Rilke.
–Efectivamente, algo he traducido de ellos, como de Trakl, George o Celan… Hay tentaciones a las que resulta difícil sustraerse…
–¿Cómo se planteó el trabajo de traducir Juan L. Ortiz al alemán? ¿Fue una iniciativa propia o un pedido? ¿Con qué poemas trabajaron? ¿Qué dificultades encontraron y cómo las resolvieron?
–No, eso no fue un pedido. Fue una iniciativa común, mía y de mujer, Helena G. Quinteros, basada en el gusto por Juanele y en nuestra convicción del valor universal de su obra. ¿Qué poemas? –Bueno, «Los ángeles bailan entre la hierba…», «El jacarandá…», «Sí, mi amiga…», «Oh, allá mirarías…»,… la idea era lograr una antología de densidad aceptable. En todo caso, es un proyecto que quisiéramos poder continuar.
¿Un ejemplo de dificultad? –El mecanismo de progresión de las subordinadas relativas. La sintaxis de Juanele, merced a una serie de procesos de coordinación y subordinación, imita en gran medida la arborescencia del curso del río. Para el caso de la subordinada relativa adjetiva, el alemán dispone empero de dos formas: una más o menos paralela a la del español, en la que la relativa –si bien con el verbo en posición final– sigue al núcleo nominal y otra, fácilmente analizable desde una perspectiva transformacional, en la que el contenido de la relativa se incrusta como una cuña antepuesta al núcleo nominal, entre éste y su modificador directo (artículo, adjetivo posesivo, etc.). La estructura resultante tiene básicamente otro tono, si bien en principio de ágil y eficaz elegancia, proclive a acentuarse hasta lo rebuscado y pedantesco. Pues bien: la constante elección entre esas dos posibilidades, entre esos dos modos de progresión del discurso en alemán, es una dificultad paradigmática de la traducción de Juanele.
–¿Escribir poesía en alemán tiene que ver con tu actividad como traductor?
–Escribir poesía en alemán fue algo que implicó un cambio cualitativo (y decisivo) en mi relación con la otra lengua. Pero no tiene nada que ver con la traducción. Mucha gente me pregunta por qué no aparece una versión en español de los poemas escritos en alemán. Bueno, porque la edición no fue pensada como bilingüe en ese sentido, la respuesta es ésa. La traducción es otra cosa; la traducción es una destreza específica. Por esa razón, traducirse a sí mismo resulta tan difícil como si se estuviera ante el texto de un extraño. Cuando escribís en otro idioma no estás traduciendo: si escribo algo en alemán, lo pienso en alemán.
–Los poemas en alemán empiezan a aparecer en tu segundo libro, Si no a enhestar el oro oído.
–Sí, hay un par en el segundo y después una colección más importante en Filiación del rumor, además de algunos sueltos en internet, en Fractales. El cuerpo principal, claro, está en español. En Fractales presento una serie de modelos ‹ciberpoéticos› y lo que llamo ‹módulos instrumentales›: un analizador de endecasílabos y otro de alejandrinos. Lo que propongo es una suerte de reformulación de la poética sobre base informática (pienso sobre todo en una poética anterior al Sturm und Drang). También hago allí en un texto –que con toda intención llamo manifiesto, esa palabra tan anacrónica– una serie de apreciaciones generales con respecto a lo que uno ve que es la lírica de hoy, a lo que a uno le parece que tiene sentido escribir, en fin, a mi posición como poeta en su circunstancia.
–El Manifiesto fractal fue escrito en 2002. "Vivimos el desolado tiempo de la prosificación de la poesía", se dice allí. Algo que observás como un síntoma de decadencia. ¿En qué ámbitos o escrituras, concretamente, situás ese fenómeno? ¿Qué tipo de poesía es la que sustentás como valor? Finalmente, ¿cuál sería la evolución de la situación desde entonces hasta ahora?
–Tres preguntas concatenadas que ofrecen margen para un breve ensayo… Mirá: la poesía a la que me refiero allí es la que –reconociendo por cierto antecedentes muy anteriores– toma cuerpo definitivo (y no sólo en español) en la década del 60. Se podría caracterizar esta tendencia como aquélla que, descuidando la forma por principio, renuncia de antemano a todo pulimento metafórico y, si no pretende dar testimonio crítico del orden político-social mediante lo que concibe como un ‹contenido› autónomo (poesía ‹mensajística›), intenta con medios pueriles auratizar la cotidianeidad banal. De algún modo, se entiende siempre como ‹antipoesía›, aproximándose por lo tanto al máximo, desde el punto de vista del léxico y del ritmo, al lenguaje coloquial. En el Manifiesto fractal digo también: “Allanando sin piedad la poesía con argumentos de falsa contemporaneidad, el siglo XX ‹poetizó› un importante caudal de su prosa literaria más representativa. Recuperemos ahora la magia, la función conjural de la palabra: repoeticemos nosotros la poesía.” La poesía que sustento como valor supone tan sólo estar escrita como texto y no se reduce por supuesto a un tipo, a un modelo o esquema determinado. Debe obedecer, eso sí –como debe obedecer el arte en general–, a un imperativo de contemporaneidad; y lo genuinamente contemporáneo no puede confundirse con lo trivial ni con lo meramente actual. No veo que la situación haya cambiado mucho desde el 2002. Debo decir, no obstante, que hay ahora (¡afortunadamente!) un significativo número de jóvenes escritores interesados en cuestiones clave de la poesía: lanzar una seria mirada retrospectiva a la poética, reconsiderar la calidad rítmico-musical del verso, etc.
–¿Cómo llegás a escribir en alemán?
–No se trata sólo de escribir en alemán o escribir en español, sino de cómo o en qué medida el otro idioma está siempre presente en cada instancia, en cada acto de habla o de escritura. Es una suerte de ubicuidad, pero no sólo espacial, sino también temporal. Cuando estás trabajando en español o incluso en una situación cotidiana, no de escritura, es como que las palabras van y vienen, no son compartimientos estancos, elementos estáticos. Estás buscando una palabra en español, por ejemplo, y aparece en alemán, evocando a su vez otras en español, y así sucesivamente.
–La otra lengua es otra, pero eso no significa que sea ajena.
–Exactamente. Ese es todo un tema. Yo descreo de la sobrevaloración del hablante nativo. Medio en broma, medio en serio, les suelo decir a los alumnos: cuídense del hablante nativo. Volviendo a lo que planteabas acerca de la alteridad, pienso que se trata básicamente de un problema de apropiación de la lengua. La lengua materna también exige ser apropiada, y hay grados de apropiación. La cuestión del hablante nativo está muy exagerada, absolutizada –diría– por la lingüística moderna. En el orden de la adquisición, en el siempre arduo camino del domino de una lengua extranjera, me parece que no hay barreras tan insalvables, sino más bien grados de apropiación, posicionamientos que tienen que ver con la medida y el modo de inmersión en la lengua llamada a dejar de ser ajena.
–A propósito de Angelus Silesius escribiste: “Traducir implica aquí asumir una doble ajenidad: la de la lengua –común a toda traducción–; la temporal –que remite a su vez al problema de la lectura histórica”. ¿Traducir sería volver familiar un texto extraño?
–Sí, en sentido general, en cuanto la traducción recrea para vos el texto de la lengua ignorada, volviendo a tramarlo en otra que, si no te constituye, al menos podés leer. No, en cuanto toda traducción genuina ha de resguardar celosamente el halo de magia y extrañeza que el original pueda ostentar. Por supuesto también el determinado por la diacronía, por la lejanía temporal.
–¿Qué efecto tiene el contacto de las lenguas?
–Es lo que decía antes, todo va y viene. Lo maravilloso es cómo la otra lengua ilumina y enriquece la propia. Ese rayo que va a la otra, refracta o, mejor dicho, refleja, haciéndote ver la tuya de otra manera. Por eso dijo uno de los ‹olímpicos› [Goethe]: «Quien no conoce lenguas extranjeras, nada sabe de la propia.»