diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Daniel Samoilovich (Buenos Aires, 1949) es traductor de latín e inglés. Entre otros, ha traducido a Horacio (XX Odas del Libro III, Hiperión, 1998, en colaboración con Antonio Tursi) y a William Shakespeare (Enrique IV, Norma, Bogotá, 2000, en colaboración con Mirta Rosenberg). En Diario de Poesía, publicación que dirige desde 1986, ha publicado versiones de Joao Guimaraes Rosa, Dorothy Parker, D. H. Lawrence, James Fenton y Ted Hughes, entre diversos autores. A su vez poemas suyos han sido traducido al inglés (Hidrografías / Hidrographies, por Julian Cooper) y al francés (La nuit avant de monter à bord, por Jean Portant).
Su obra poética se integra con los libros Párpado (1973), El mago (1984), La ansiedad perfecta (1991), Agosto (1995), Superficies iluminadas (1997), El carrito de Eneas (2003), Las encantadas (2003) y El despertar de Samoilo (teatro en verso, 2004). Junto con este reportaje usted puede leer también un texto de Samoilovich sobre traducción poética.
-James Fenton, en una versión tuya y de Mirta Rosenberg, dice: “Lo que se necesita para la poesía es un cuerpo y una voz”. ¿Qué se necesita para la traducción de poesía?
- Mi primera tentación es aceptar un paralelismo con la cita de Fenton, decir que para traducir se necesitan las mismas cosas que Fenton dice, un cuerpo y una voz, sólo que al traducir el cuerpo no es el cuerpo propio, el cuerpo de las propias obsesiones y manías y ritmos y sueños y reflexiones, sino el “corpus” que constituyen el poema o poemas a traducir y las circunstancias y la lengua en que fue escrito; la voz, en cambio sigue siendo la propia, puesta al servicio de ese cuerpo que es el poema escrito por otro en otra lengua. Para traducir hace falta un arte y unas virtudes compositivas exactamente iguales a las que hacen falta para escribir un poema propio; hay un punto de partida distinto, y un método semejante. Pensándolo todavía un poco más, quizás habría que reconocer que el cuerpo propio está involucrado, pues sino, ¿de dónde saldría la voz? Y la voz del autor original no está ausente, porque es también, y principalmente, con su voz con la que uno trata de establecer una conexión. Así llegamos a una posible respuesta diferente: para traducir hace falta una sintonía del propio cuerpo y la propia voz con un poema que ya está escrito, en otra lengua.
-¿Cómo es posible trabajar con otro traductor? Supongo que con Mirta Rosenberg, dado que hace tiempo que trabajan juntos, tendrán un método definido. ¿Cómo se desarrolló la experiencia de traducir a Horacio con Antonio Tursi?
-Con Mirta trabajamos normalmente repartiéndonos la tarea, de modo que si tenemos varios poemas para traducir, uno hace las primeras versiones de algunos y el otro una suerte de revisión, y viceversa con otros. Cuando algo resulta flojo, no funciona, y la solución satisfactoria no aparece conversando, nos quedamos juntos escribiendo cada uno en silencio una alternativa. La interacción es tal que a veces queda medio verso de uno y medio verso de otro.
Con Tursi trabajamos juntos durante meses una versión en prosa de un conjunto de odas, después yo hice las versiones en verso y las fui discutiendo verso a verso con él. También decidimos juntos cuáles eran las formas métricas y estróficas más adecuadas para cada metro latino, quiero decir, nos fabricamos un sistema de equivalencias, a veces buscando mimar la música de la sucesión de sílabas largas y breves, otras veces con un ojo especialmente puesto en la alternancia de versos más largos y más cortos en la estrofa, tratando, en suma, de atrapar algo de la enorme variedad métrica de Horacio.
-En la traducción de poesía, has dicho, se trata de acertar, no hay fórmulas fijas. Supongo que no será una cuestión enteramente librada a la suerte. ¿Las traducciones anteriores funcionan como referencia? ¿Se traduce contra otras traducciones?
-Desde luego, ese “acertar” del que hablo no depende enteramente de la suerte, sino de la propia capacidad para decidir, creativamente, en cada caso, qué se va a privilegiar y qué se va a sacrificar. Mi ideal sigue siendo el viejo y manido y discutido ideal de la fidelidad al texto que voy a traducir; pero no se puede ser fiel a todo, porque sino simplemente habría que copiar el original. Un ejemplo, de una traducción reciente que hice de Mallarmé, unas respuestas a encuestas, a veces muy breves, donde Mallarmé construye muchas veces las frases de un modo anómalo incluso en francés: en una primera versión que hice, sin quererlo me había deslizado a una suerte de normalización; buscando cierta fluidez de expresión en castellano, y seguramente empujado también por el esfuerzo de entender lo que Mallarmé quería decir, había “corregido”, o más bien glosado en partes el original; pero en una segunda lectura, mientras trataba aún de aclararme algún asunto con la ayuda de mi amiga María Teresa Gramuglio, me di cuenta que de ninguna manera se podía perder lo anómalo, que era central en esos textos. Ya más seguro de que, más allá de sus apartamientos de la gramática usual, yo lo había entendido, pude reponer las rarezas; o sea, una vez resuelto me parece obvio que había que sacrificar algo de fluidez en la prosa castellana, y hasta de claridad, para mantener ciertos “enredos”, cierto ritmo entrecortado que Mallarmé logra a fuerza de una sobreabundancia de comas, hipérbaton, interpolaciones. Cuando me sentí bastante seguro de haberme acercado a esa manera, sin ser más oscuro que el original, creí haber “acertado” con una traducción satisfactoria.
En cuanto a las traducciones previas: cuando las hay, no puedo resistir la tentación de leerlas; en el caso del Enrique IV, ya casi era una colección de traducciones y versiones anotadas en inglés la que tenía. No siempre las miro antes, a veces las miro después de tener una primera versión mía, para contrastar con lo que otro hizo; pero a veces sí las miro antes de trabajar. ¿Se trabaja contra ellas? A veces sí, especialmente cuando a uno le gusta una versión anterior, cuando ha llegado incluso a amarla, como me pasaba con algunas odas de Horacio traducidas para el Centro Editor de América Latina, en 1970 por una mujer que hoy creo que vive en España, Ana Goldar. Esas versiones, en prosa, habían sido para mí el descubrimiento de Horacio y una compañía constante a través de los años. Cuando empezamos a traducir con Tursi, le pedí que evitáramos meternos con esas odas. Sólo cuando ya había afirmado con otras un método de trabajo, pude volver a traducir algunas de las odas que Ana Goldar había traducido, y encontré que tenía mis diferencias con su lectura, que a veces su versión era muy bella pero no me parecía exacta, otras sí lo era, pero la exigencia de la métrica me llevaba a mí a otro lado. En cualquier caso, me parece significativo que no haya querido o podido empezar por las odas que ella ya había traducido.
Otro es el caso con las traducciones que a uno no le gustan nada; igual son interesantes, y a veces en medio de algo que a uno le parece farragoso e inadecuado en muchos sentidos, se encuentra, por ejemplo, una palabra feliz y utilizable: ya es mucho.
-A propósito de su traducción de Shakespeare, Boris Pasternak dice: “La suprema poesía tiene siempre, en las obras maestras, la simplicidad y la frescura de la prosa”. ¿Cuál es tu opinión al respecto? Por otra parte, ¿cómo es posible acercarse y comprender a un escritor que, al margen de hablar otra lengua, está situado en otro tiempo y otro sistema de pensamiento?
-Creo entender que lo que Pasternak quiere decir es que la poesía no es ornato y vaguedad, sino el modo más directo, posiblemente el único, de decir una cosa, aunque esa cosa sea muy complicada. En cualquier caso, a esa simplicidad y frescura se llega, es un Himalaya a conquistar, no un campamento base.
En cuanto a la posibilidad de acercarse a un escritor ubicado en otra lengua y tiempo: empecemos por reconocer que ya leer es salirse de sí, es entrar en otra esfera; si leemos a alguien que no es contemporáneo, es también entrar en otro tiempo, leer algo que no ha sido escrito para uno, lo cual tiene el enorme mérito de obligarte a no ser vos mismo, o, dicho de otro modo, a cambiar, ensanchar lo que sos para escuchar eso que está escrito para otro. Pero esa es la gracia de la literatura: imagináte qué miseria sería estar escuchando todo el tiempo mensajes diseñados para lo que uno es, o lo que los otros infieren que uno es a partir de las estadísticas o de lo que sea. Así que ya leer es salirse de uno: traducir extrema esa operación, porque hay que entrar lo más profundamente posible en el sistema de otro autor para poder hacer, en la lengua de uno, una versión. A veces pienso que la única obra de Shakespeare que he leído verdaderamente es Enrique IV, y que si quisiera leer así otra obra, tendría que traducirla; no porque no haya traducciones buenas, ni porque sea totalmente incapaz de leerlo en inglés, sino porque traducir te obliga a leer más profundamente.
-En el prólogo a la traducción de Horacio señalan con Tursi tres momentos en el tránsito de la lectura del original a la traducción: el momento en que se experimenta la extrañeza ante el otro, la conciencia de que el otro nunca podrá ser el mismo en una traducción y por último la revelación de una traducción posible. Quisiera detenerme en el segundo momento: parece una definición demasiado pesimista de la traducción. Pero, ¿cómo es que se visualiza esa imposibilidad de decir al otro?
-Sería una definición demasiado pesimista si fuera el único momento, pero fijate que yo lo ubico dentro de un triple movimiento. Pero sí, ese momento existe, el momento en que uno entiende un pasaje y “entiende” quiere decir se da cuenta con qué riqueza y concisión está construido, se da cuenta de que el asunto no está en el asunto, no está en el tema, no está en un mensaje sino en una forma que es perfecta así como es, en el idioma y con las palabras en que está escrita.
-¿Y cómo es que “empieza a aparecer como posible fabricar un artefacto que funcione de un modo paralelo al original”? El término “artefacto”, por otra parte, connota la traducción como artificio. Y aquí recuerdo lo que decían los formalistas rusos, del arte como artificio, procedimiento. Aunque no sé si lo pensabas en esa dirección.
-Después de ese momento ciego, ese momento de imposibilidad, uno piensa y piensa aproximaciones, hay un tiempo en que estás descartando las peores, luego, quizás, llega otro, feliz, en que estás eligiendo entre las mejores.
La traducción es artificio porque el arte es artificio, así es. De todos modos, este no es un descubrimiento del formalismo, ya la palabra latina “ars” tiene esa connotación: no sólo sirve para nombrar el arte, sino también una habilidad, técnica u oficio; en latín, “ars” se opone incluso a veces a la sinceridad o buena fe, hasta tal punto el acento de esta palabra está puesto en la habilidad, o, sí, como diríamos más modernamente, en el procedimiento.
-Tanto a propósito de la traducción de Enrique IV como de las Odas, sostenés que traducir es inventar una lengua. Esa sería, tal vez, la coincidencia de fondo con la propia creación poética, ya que al escribir poesía se trata, también, de crear una lengua, ¿no?
-Así es. Mis lecturas más persistentes de los últimos años van en esa dirección, me interesan particularmente los autores capaces de crear lenguas irreales pero activas: Joyce, Gadda, Guimarães Rosa, y, entre los nuestros, Lihn, Murena, Calveyra, Lamborghini. Estos son casos extremos, pero se podría decir que en rigor todo gran poeta es un inventor de cadencias, gramática, léxico; claro que no puede tratarse de una invención por la invención en sí. Volviendo al “ars”, en el Renacimiento se pensaba en una gran obra como el encuentro de un “ars” y un “furor”, un arte o habilidad y una furia o impulso; sin “furor” la obra sería vacua, sin “ars”... bueno, sin “ars” no sería arte.
-¿Se le presenta al traductor de poesía la tentación de inventar en el sentido de hacer decir algo que el texto, fuera de duda, no dice? Inventar, ¿no sería continuar un impulso que está en la base misma de la traducción?
-Sí lo sería. Sin embargo, yo no he trabajado, por lo menos hasta hoy, haciendo recreaciones en el sentido de los Tales from Ovid de Ted Hugues. Sí he metido traducciones bastante deformadas, cortadas, re-hechas, de Darwin adentro de Las Encantadas; no se trataba empero, ni siquiera allí, de hacerle decir a Darwin algo que no dice, sino de extremar cosas que sí dice, cortar, empalmar fragmentos, deshacer la continuidad de las frases, acercarme desde textos terminados como el Diario del Viaje del Beagle a otros estados previos de su escritura, los de notas, apuntes, y todo esto sometido a métricas y estrofas fijas. Pero esto fue una utilización, bastante desvergonzada por cierto, de un texto ajeno dentro de un libro más amplio, algo que tiene más que ver con el collage que con la traducción. Es un trabajo, ya digo, algo distinto del de Hugues, que realmente está a mitad de camino entre la obra propia y la traducción de Ovidio.
-¿Te condicionó traducir para una editorial española? Me refiero a la traducción de Horacio para Hiperión.
-No. Para empezar, no era un trabajo de encargo, de hecho estuvimos cuatro o cinco años para traducir un puñadito de odas. Luego, cuando estuvieron listas, las presenté a Hiperión; Munárriz, que es un muy buen editor, hizo unas pocas observaciones, la mayoría muy atinadas y no relacionadas con las diferentes modalidades de uso del español aquí y allí; creo que apenas algún comentario tenía que ver con ese asunto, y bastó que le explicara que alguna expresión que no le sonaba no era incorrecta, sino simplemente eso, una expresión argentina, y él lo aceptó. Por otra parte, me asombró mucho un comentario suyo: parece que tenía, al mismo tiempo que la nuestra, un par de propuestas de traducción hechas en España, y eligió la nuestra porque estaba escrita en un castellano más actual; “porque se entiende”, creo que fue textualmente lo que dijo, y realmente a mí, que ponía el mayor mérito de nuestra versión en las formas métricas que habíamos inventado, me dejó muy asombrado el comentario, no había sido ese un asunto sobre el que hubiéramos debatido gran cosa con Tursi, no había aparecido como problema o cuestión. En todo caso, ese comentario termina de confirmar que el tema de los diferentes castellanos no fue un condicionante ni un problema, por lo menos en ese caso. También es cierto que, con cierta naturalidad, habíamos adoptado el “tú” como tratamiento, cosa que no suelo hacer al traducir poesía contemporánea del inglés, por ejemplo. En una revista colombiana levantaron una vez las traducciones que habíamos hecho con Mirta de algunos poemas de Birthday Letters, de Hugues, en Diario de Poesía, y sin pedir permiso pasaron del “vos” al “tú” unos cuantos versos. Más allá de lo abusivo de meter mano sin permiso, me pareció absurdo, aunque más no sea porque en casi media Colombia se usa el “vos”; pero su uso literario, ciertamente, está muy restringido, está en retroceso, expulsado cada vez más, yo creo que en buena parte por culpa de los propios escritores, de lo que se llama, de un modo que tiene su chiste, la norma culta.
-La traducción –has dicho- es también un sitio donde el poeta va modelando su propia poética. ¿Señalarías alguna traducción que haya sido particularmente importante en tu formación como poeta? ¿Por qué?
-Sin duda, las dos partes de Enrique IV; fueron dos obras largas, fue mucho tiempo y fueron muchos versos, y desde luego Shakespeare es un monstruo; como dije antes, fue una espléndida oportunidad de leerlo a fondo, y en compañía de una poeta que tanto admiro como Mirta Rosenberg. Si no fuera demasiado pretencioso, me gustaría pensar que El despertar de Samoilo le debe algo a ese trabajo; pero bueno, sin algo de pretensiones y hasta de prepotencia no se hace nada, ¿no? Para librarnos de culpa por las pretensiones, allí está Lamborghini con su genial adagio: “Las pretensiones son enormes, los resultados, deformes”.