diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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El cuestionario
¿Hay nuevas líneas en la literatura infantil y juvenil que se está produciendo en Argentina? ¿Cuáles serían sus características y sus textos más representativos?
¿Han cambiado las condiciones de trabajo para los escritores e ilustradores? ¿Cómo es la relación del escritor con el editor, en el plano de la edición del libro?
¿Hay temas que la literatura infantil y juvenil no puede tocar? ¿Por qué? ¿Quién lo sanciona?
La cuestión de cómo interesar a los niños y a los jóvenes (y a los docentes) en la literatura no pierde actualidad. ¿Hay nuevas estrategias?
Las respuestas
Beatriz Actis
La producción de literatura infantil y juvenil en la Argentina es actualmente amplia y variada, y existen propuestas más convencionales y otras más innovadoras tanto desde el lenguaje como desde la imagen y el diseño. Coexisten líneas de continuidad (en cuanto a géneros y temáticas) y de cambio. Lo que a mí particularmente me resulta más significativo en el sentido de cambio es la publicación, en estos últimos años, de textos en colecciones para niños y jóvenes que también podrían publicarse en colecciones destinadas a adultos (pienso, en Argentina, en autores ya consagrados pero que de algún modo iniciaron este camino, como Graciela Montes, María Teresa Andruetto, Jorge Accame, tal vez Liliana Bodoc). Y viceversa: la edición en colecciones infantiles de textos que con anterioridad o de manera simultánea se publicaron/publican como literatura para adultos.
En autores de otras lenguas algunos ejemplos serían Pirandello o Buzzatti; un caso muy claro en literatura escrita en español es el cuento de García Márquez “La luz es como el agua” que hoy puede ser leído, solo e ilustrado, en una colección para niños y que originariamente integra los “Doce cuentos peregrinos”, y hay más cuentos de García Márquez que siguieron ese camino. Esto remite, claro, a una suerte de redefinición del objeto mismo, a ampliar concepto y alcances de la literatura para niños.
En cuanto a la relación entre texto verbal e imagen y al libro-objeto, es evidente también que en los últimos años se publican muchos más libros-álbum y que, en general, desde el mundo editorial parece prestársele mayor atención no sólo a las ilustraciones sino al diseño y a la calidad de impresión. Ha crecido además el número de autores que crean en ambos campos, como por ejemplo Isol, en Argentina (aunque con una obra de proyección internacional) o, con otra estética, Claudia Rueda, en Colombia; son autores que a la vez ilustran y escriben.
Mis primeros editores fueron Adela Bash, en Libros del Quirquincho, y Pablo de Santis, en Colihue; esto fue en los 90, cuando empecé a escribir para niños y jóvenes. De alguna manera ellos fueron un referente para mí a la hora de –años después- dirigir colecciones y hacer diversos trabajos de edición.
Me parece que tener el doble rol de escritor y de editor aporta una mirada más amplia y, a partir de ahí, hace que las intervenciones que se sugieren en la escritura del otro, por ejemplo, cuando se es editor, puedan resultar más consensuadas (no quiero decir necesariamente más apropiadas). Noto la particularidad de ese vínculo en la doble vía: como autora en relación con el editor y como editora en relación con el autor.
Los límites temáticos y estilísticos, generalmente presentes en las propuestas más convencionales, persisten cuando lo literario, en especial a partir de ciertos mandatos institucionales, está subordinado a la ejemplificación de pautas consagradas que tienden a homogeneizar las conductas sociales desde la infancia, es decir, cuando se produce en la literatura una reproducción de conductas sociales sin revisión crítica alguna. (Díaz Rönner hablaba de la literatura para niños más convencional como una zona impostada de inocencia). De este modo, se mantienen temas tabú en cuanto a los contenidos -los previsibles: el cuerpo, el sexo, lo escatológico, la muerte; en otro orden, los finales que no son felices- pero también se presenta un modelo estético sumamente simplificado en cuanto a sintaxis, vocabulario, etc., desde lo estilístico. En este sentido, cabe señalar al menos una paradoja: muchas veces el mismo mercado impone temas políticamente correctos, en especial en la literatura destinada a los jóvenes, y esto no necesariamente implica que mucha de esta literatura que aborda temas más complejos o, digamos, controvertidos (y que, supuestamente, estarían rompiendo con los citados tabúes temáticos) dé cuenta de un cambio genuino o significativo en la concepción global de la literatura para niños y jóvenes.
Sin embargo, hay también –felizmente- muchas propuestas superadoras de esta concepción. Para articular con la respuesta a la primera pregunta, hay nuevas editoriales o editoriales más pequeñas que apuestan a una nueva estética, a un nuevo lenguaje, ya sea a través de autores argentinos o de la traducción de autores de otras nacionalidades. Pienso, por ejemplo, en Adriana Hidalgo y su colección Pípala, bastante reciente; en editoriales independientes que se reagruparon en “Libros para atesorar” (Pequeño Editor y Ediciones del Eclipse, entre otras) como una alternativa a la concentración en el mundo editorial; en Adela Basch y Abran Cancha; en proyectos surgidos desde el interior del país y que compiten a nivel nacional y latinoamericano, como Homo Sapiens Infantiles en Rosario.
Todo esto tiene que ver también con qué obras quedan dentro o fuera del canon (especialmente, del canon literario escolar). Del mismo modo que la cuestión relativa a la definición de literatura constituye un tema recurrente que cada período filosófico-cultural debate e interpreta a partir de sus específicas perspectivas ideológicas, el canon también constituye una noción problemática para abordar y definir. La cuestión del canon se inscribe en el contexto de lo ideológico, es decir, de las ideas, creencias y valoraciones que se estructuran como la cosmovisión de determinados sectores o clases en el interior de una formación social: la formulación y, sobre todo, la imposición de un canon son fenómenos sociales, y el proceso de su constitución está íntimamente vinculado con posiciones de poder. Y la literatura para niños de ninguna manera puede pensarse ajena a estos esquemas.
Cecilia Bajour
Efectivamente se trata de un momento de profusión en la edición que se evidencia en el crecimiento del volumen de lo que se edita y en la aparición de nuevas editoriales pequeñas. Lo que aparece como predominante es el acento puesto en lo gráfico y del tratamiento visual del libro como objeto, sobre todo a partir del auge del libro- álbum. El foco puesto en la ilustración en muchas ocasiones no tiene el mismo correlato en el plano del trabajo estético con la palabra. En el plano de la escritura hay una presencia menor (en relación con los libros donde la ilustración juega un papel central) de propuestas originales que escapen a lo ya conocido aunque hay excepciones valiosas.
-¿Hay temas que la literatura infantil y juvenil no puede tocar? ¿Por qué? ¿Quién lo sanciona?
El problema con lo temático en la literatura infantil y juvenil no es tanto la restricción: actualmente es posible encontrar todos los temas representados en una buena parte de las ficciones destinadas a niños y jóvenes. Lo preocupante es cierta tendencia, más o menos explícita según los casos, a sobrestimar el tema por sobre lo estético que aparecería así como condimento seductor y no entramado artísticamente con lo argumental o temático. La idea que subyace a esa tendencia, muy instalada en tantos supuestos adultos, suele ser que la literatura infantil y juvenil es un instrumento sumamente funcional a la transmisión de determinadas verdades.
-La cuestión de cómo interesar a los niños y a los jóvenes (y a los docentes) en la literatura no pierde actualidad. ¿Hay nuevas estrategias?
No hay grandes ni nuevas fórmulas para el encuentro entre los niños y jóvenes con la literatura. Las estrategias vistosas o disfrazadas de show en torno a la lectura hacen sospechar sobre un vaciamiento de sentidos en torno al acto de leer arte. Las táctias potentes siguen siendo garantizar la posibilidad de acceso democrático a una selección de libros de variedad y calidad siempre en crecimiento, una mediación atenta y sutil que valorice el encuentro de todos los lectores con los textos y un seguimiento cercano para que crezcan en sus propios caminos lectores y tengan la oportunidad de hacerlo con otros.
-Cómo describirías el campo de la crítica en relación a la literatura infantil y juvenil.
La crítica de literatura infantil y juvenil es una zona todavía poco desarrollada en nuestro país. Entre los diversos géneros de la crítica, son más visibles las reseñas y artículos de recomendación para un público heterogéneo (aunque existen pocas revistas especializadas) que una producción más académica ligada a investigaciones o proyectos específicos. Esto se vuelve evidente por la escasísima presencia a nivel editorial de títulos vinculados a la crítica. De todos modos en los últimos tiempos, a partir de la consolidación de algunos espacios de formación académica específica y el crecimiento de congresos y simposios que dan lugar a la producción de conocimiento en el área, se nota una mayor preocupación por expandir este campo.
Paula Bombara
Sinceramente, lo que sé de la historia de la LIJ en Argentina lo sé desde un lugar lector, no soy especialista, pues mi formación es en ciencias, no en literatura. Aquí podrían aportar una respuesta mucho más rica los integrantes del CEDILIJ, de ALIJA o especialistas como Roberto Sotelo, del Periódico virtual Imaginaria; Pablo Medina, de Asociación La Nube; la profesora Lidia Blanco, etc, etc.
Hecha esta salvedad lo que yo veo es que sí, se publican muchos más títulos. Pero es un crecimiento del mercado de los libros dirigidos a niños y jóvenes, no de los libros de literatura para niños y jóvenes. La diferencia entre estos conceptos es muy grande e importante para mí. El mercado apunta a la venta; y la literatura, a una búsqueda estética que forme lectores críticos. Hay casos en que ambos intereses coinciden y ahí festejamos todos; pero no son la mayoría, lamentablemente.
Reiterándote que no soy especialista (y por eso no me siento capacitada para clasificar los textos en “líneas”, ni darte características ni representantes), puedo decir que hoy se publican textos de tanta diversidad y calidad como los que se publican para los adultos.
Yo no he notado un cambio en mis contratos. Hay variaciones en los porcentajes cuando se trata de textos en coautoría, o de ventas que la editorial hace al exterior o a instituciones gubernamentales, por ejemplo. Pero en los últimos contratos que he firmado no me propusieron un porcentaje menor que en los primeros.
Es el departamento comercial de la editorial quien tiene los recursos económicos y decide lo que se puede ofrecer a los autores y lo que no. El editor es quien pone la cara, muchas veces a disgusto puesto que lo que puede hacer no coincide con lo que considera justo. No hay que perder de vista que una editorial es una empresa dedicada a vender productos y ganar dinero con ellos. Habrá algunas de ética intachable y con catálogos de increíble calidad, pero no por eso dejan de ser empresas que esperan generar ganancias.
Mis experiencias con los editores en general han sido muy enriquecedoras. Disfruto mucho del momento de la devolución y no le temo a las críticas pues son parte del trabajo en equipo, sí pido que estén bien fundamentadas. Sé que la mirada de un editor incluye aspectos que para mí no son importantes a la hora de escribir y me interesa aprender en cada intercambio. Creo que la del editor es una figura importante a la hora de pensar en cómo hacer de un buen texto un libro mejor. Por esto mismo exijo de ellos un alto nivel de compromiso y dedicación. A la hora de enviar un texto o un proyecto a una editorial, antes averiguo quien lo recibirá, quien dirige esa colección, pregunto a colegas si ya han trabajado con esa persona, etc. No me desespera publicar, prefiero no apresurarme y estar segura de que mi texto será bien trabajado durante todo el proceso de producción del libro.
¿Hay temas que la literatura 'a secas' no puede tocar? Yo creo que no, que los temas surgen de las búsquedas internas de cada autor y cada uno de nosotros es un universo entero. Todos los temas pueden ser abordados desde la literatura, más allá de los destinatarios.
Lo que puede pasar -y pasa- es que un editor prefiera no publicar un texto; o que un crítico no recomiende un libro. Pero quien escribe no debería estar pensando en si será “sancionado” por expresar lo que siente y piensa a un público infantil o juvenil. La auto-censura seguramente existe y es algo que lamento pues refleja una resignación ante las reglas del mercado que no aporta nada a la búsqueda de un camino poético.
Sí reconozco que hay temas que son de un abordaje mucho más difícil que otros, que demandan una búsqueda más profunda, un tiempo de maduración, una investigación o preparación más comprometida. Pero si está el deseo de escribir y sumergirse en estos temas “complicados” y, luego, aparece la decisión de dirigir lo escrito a los niños o a los jóvenes ¿por qué pensar que ellos no pueden recibirlo de buen modo?; ¿no será que somos los adultos quienes tememos lo que pueda surgir como pregunta luego de que ellos lean?
(Los temas) son búsquedas, experimentos que, luego, en cada lector harán eco o no. No me concentro en el lector al encarar un tema, me concentro en lo que me está pasando a mí en relación con la escritura.
Antes de escribir, me encuentro pensando durante meses sobre algo en particular. En su momento (1998, 1999) fue notar que yo podía escribir sobre lo sucedido durante la dictadura aportando algo diferente a lo que estaba publicado, fruto de esos años son Eleodoro y El mar y la serpiente. Con Solo tres segundos y La rosa de los vientos, fue la necesidad interna de dar alguna respuesta sobre cómo decirle a quien pierde un ser querido siendo joven que se puede superar ese dolor.
Para mí, como persona, estas experiencias, tanto como las vividas mientras escribía mis otras dos novelas La cuarta pata y Una casa de secretos, fueron momentos de mucho aprendizaje.
Yo creo que la muerte es un tema que está presente en el cada día de los niños, está hasta en nuestros silencios. Como el tema del deseo, da para ser explorado por infinitos lugares y a mí me gusta encarar esas exploraciones. Me parece que de niños tenemos una adaptabilidad a las situaciones límite y una pasión para alcanzar el objeto de deseo que al crecer se va perdiendo. Esa plasticidad en el pensamiento infantil, esa pasión en el pensamiento juvenil, son muy atractivos para mí. Trato de ir por ahí. Quizás por eso mis experiencias de escritura han sido siempre muy intensas y de mucha reflexión, buscando los caminos poéticos, las estructuras narrativas, el tiempo que sea necesario, sé que el apuro no sirve para nada.
Para mí hay una estrategia infalible y antiquísima: leerles a nuestros niños un cuento o una historieta o un fragmento de una novela o un libro informativo, o una poesía, en algún momento del día o de la noche. Que ellos nos vean a los adultos disfrutar de ese tiempo compartido delante de un libro abierto del mismo modo que nos ven disfrutar del tiempo compartido frente a una pantalla de tele, computadora o consola de juegos.
Me parece que hay que dejar de confrontar la literatura con los medios audiovisuales. Creo en que el lector se une al libro por un lazo afectivo, positivo o negativo; y que lo mismo sucede con las pantallas. Si los adultos les mostramos a nuestros chicos que leer da placer (del mismo modo que ven que mirar tele e ir al cine nos da placer), hablamos de lo que leímos en las comidas (del mismo modo que hablamos de lo que vimos en la tele), nos dejamos llevar por la lectura (y cuando nos buscan, nos encuentran atrapados por ella) puede que nos ignoren en un comienzo pero luego querrán probar qué les pasa a ellos ante un libro abierto.
Y si en un joven se da la lectura a escondidas del adulto, respetar esa necesidad pues la lectura y la escritura son momentos de gran intimidad.
Respecto a los docentes, creo que hay que apuntar a que se eleve el nivel académico de los profesorados. Es indispensable que se reciban docentes bien capacitados si queremos formar ciudadanos pensantes.
Lydia Carreras
En la última década se han producido grandes cambios en la literatura infantil y juvenil. No es fácil saber si antes no se escribía para esta franja pero lo que seguramente no había era tantas editoriales dispuestas a publicar. A partir del año 2000 comienzan a aparecer editoriales pequeñas, a veces unipersonales, y también grandes grupos que incorporan a su tradicional línea de literatura para adultos, un nicho para los más jóvenes. Entonces ahora tenemos desde variedad de libros de trapo, de plástico, de cartón para prelectores hasta obras que se insertan en la difícil franja de entre los 13 y 17. Y difícil digo porque esa literatura juvenil toca los bordes de la adulta y con los límites siempre hay que tener cuidado. Pero volviendo a lo anterior, bienvenidos todos los que están en la línea de producción porque la oferta incita, atrae, despierta la curiosidad y genera nuevos lectores. Pero en esa riada en la que se ven envueltos escritores, editores, ilustradores, libreros, maestros, en esa riada, claro, viene de todo. Escoger lo bueno se pone difícil. Las editoriales se recuestan en fórmulas conocidas y las vidrieras se llenan de vampiros y fantasmas, Delfos y otras criaturas por el estilo. Otra opción a la que echan mano es el camino de los clásicos infantiles en sus infinitas versiones, que con la ayuda de buenos ilustradores no pueden no funcionar. Pero las editoriales son empresas y las empresas se manejan con números, de modo que esto no es una crítica. El punto está en el equilibrio.
Los ilustradores tienen lugar en los libros destinados hasta niños de once años. Después de esa línea, se considera que el niño puede manejar sólo texto, pero hacia atrás, es decir, cuanto más pequeño es el lector, más se prioriza el lenguaje visual. De hecho, hay bellísimos obras con excelentes imágenes y textos totalmente intrascendentes.
Históricamente los ilustradores han recibido un caché por su trabajo—que cobrarán por única vez— y un porcentaje sobre las ventas que varía desde un 2% hasta un 4 o 5%. Este porcentaje suele retirarse del 10% que, en general, cobra el escritor. Suele haber resquemores, sí, porque son dos trabajos totalmente diferentes y la pregunta es por qué debería uno ceder en beneficio del otro. No es, sin embargo algo que se dirima entre escritores e ilustradores, sino un costado de la negociación que manejan las editoriales. De todas formas, estos valores y condiciones varían según la trayectoria del artista y el país del que estemos hablando y por fortuna, los ilustradores están consiguiendo algunos logros interesantes, entre ellos, que figure su nombre en la tapa de la obra y, no menos importante, discutir mano a mano sus derechos.
Los editores, otro eslabón esencial en la cadena editorial, permanecen en penumbras. Apenas si se los nombra en una línea en la segunda página, apenas si se los recuerda, pero no sé qué haríamos sin ellos. Son los encargados de rastrear sin misericordia los excesos de lenguaje, las incoherencias, los errores, las torpezas en las que caemos los escritores. Y además, deben encontrar la forma de decírnoslo sin que nos ofendamos porque, ojo con nuestro ego. He encontrado, sin embargo, que pasado el trago amargo porque no se nos ha entendido lo que quisimos decir en tal o cual párrafo, tan bello que estaba, en un alto porcentaje, tienen razón. En otras situaciones, hay que tomarse el trabajo de dialogar sin enojarse.
Recuerdo una escena de un libro que publiqué hace pocos meses (Si Alguien te Espera, Mc Millan). Un personaje dice: “Vayase a la mierda”. La editora, sin hacer comentarios, corrigió la expresión. “Váyase al demonio”. La llamé y le dije: Mirá a ese hombre, fijáte en él: Camionero, alto, fornido, escuchálo hablar en la pagina tal, mirá el botón de la camisa cómo se le abre en la panza, mirá las manos enormes; ¿Puede ese hombre mandar a alguien al infierno? Acordamos en la expresión original, que además era merecida.
De todas maneras, cada editorial tiene su línea y sus niveles de osadía. He publicado el libro Boca Sucia con La Brujita de Papel, donde se dice (lee) cinco malas palabras, entre ellas joder y carajo. Cabe agregar que el libro es para niños de seis o siete años. La editora ni parpadeó y nos fue muy bien.
No, no hay temas que la literatura infantil y juvenil, esta última mucho menos, pueda tocar. De todo se puede y se debería hablar. Una de las razones es que los niños están expuestos a todo tipo de circunstancias e infelicidades y encontrar de pronto una historia que les toca el corazón puede ayudarlos a transitar el camino o a resolver el problema.
En una visita a escuela hablé con un grupo de alumnos sobre acoso, abandono filial y otras linduras. El libro que trajo a colación el tema fue Sé que Estás Allí, de Edelvives. En verdad, fue una reunión interesante, con preguntas calientes. Al principio, los chicos leían el cuestionario que habían preparado con la profesora pero después de un rato, soltaban lo que tenían adentro, sin censura. Cuando llegó la hora de firmar ejemplares, se me acercó alguien por detrás y le oí decir: “A mí me pasó lo mismo” Me di vuelta y encontré a un muchacho con lágrimas en los ojos, totalmente vulnerable, desarmado. “Pero ya lo solucioné”—agregó. Una de las profesoras asintió con la mirada.
Si había un lugar, un momento, una persona para que ese libro tuviera sentido fue allí, fue entonces. Pero es una historia dura y no todos los profesores se le animan. Y ciertamente, hay otros temas, como la muerte. Este, sobre todo, es terreno pantanoso. Porque, ¿qué es lo peor que le puede pasar a un niño? Que se le muera alguien, claro. Mientras el tema se mantenga a nivel mascota, la cosa es más o menos manejable y de hecho, la mayoría de las historias relacionadas no cruzan esa línea. Pero si hablamos de féretros, ya estamos en problemas. La Brujita de Papel publicó mi libro Cómplices donde se narra la muerte de una abuela entrañable. La historia es muy linda y a los adultos les encantó, había ganado varios premios pero a la hora de llevársela a un niño, surgieron las trabas.
Las editoriales fruncen el ceño, dudan, retroceden y no sin razón. Porque el librero hará lo mismo, y luego los maestros y ni qué hablar de los padres. Nadie sabe bien cuándo ni de qué modo encarar el tema. Y recordemos nuevamente que el punto final son los números. El dinero.
Retomando los temas difíciles, esta semana he leído un buen comentario sobre un libro escrito por Wolf Erebruch, publicado en 2007 en Alemania. Se llama El Pato y la Muerte y es uno de los pocos libros que llaman a las cosas por su nombre sin la fantasía de ángeles, estrellas o luces en el camino, tan comunes en los obituarios.
La historia es así: Un pato se acerca al final de su vida y la muerte, retratada como un esqueleto, crudamente, lo persigue. Un día el pato se dá vuelta y la encara. “¿Quién eres?” “Ah, por fin te diste por aludido. Soy la muerte y he venido a buscarte”—le contesta el personaje siniestro.
Los colores y las ilustraciones son cálidas, sobrias, sencillas y tanto el escritor como el ilustrador han dejado que los diálogos asuman toda la importancia. Un día el pato siente frio y se deja caer sin vida. La muerte lo lleva hasta el agua, lo homenajea con un tulipán rojo (único color restallante) y lo empuja a navegar hasta que desaparece. La buena noticia es que el libro ha sido bien recibido en las librerías. Se nota en el ambiente que estamos transitando un camino más osado en cuanto a los temas. Habrá que esperar quizás unos años más y confiar en los procesos más que en los impulsos.
Las buenas historias son la estrategia. Esas derriban, arrasan con todos los temores. La pregunta es ¿Qué hace una buena historia? ¿qué ingredientes hacen falta? Pues no lo sé. Si lo supiera, me atrevería a compartir el secreto sin egoísmos porque estoy segura de que cada escritor puede llegar al texto entrañable por un camino distinto. No se puede copiar. Sí la estructura, la técnica, algo del vocabulario, el tono, pero el alma de la historia, esa es inasible desde mi forma de ver. Y a veces, difícil de obtener. Otras, inexplicablemente, la historia camina hacia mí, traída de la mano de un narrador distraído y me toca el hombro. Así, suave. Reconozco ese momento mágico. Con El Juramento de los Centenera, editorial Edelvives, un éxito con más seis ediciones, pasó así.
Cuando siento que tengo la historia o la punta del hilo solamente, sólo es cuestión de buscar las palabras para enamorar a mi lector. Mientras escribo, sólo le pido que me crea, que me conceda unos minutos que serán unas pocas páginas, no más que eso, y a cambio, le prometo llevarlo lejos, le prometo enamorarlo, conmoverlo, hacerlo dudar, hacerle creer que es feliz mientras permanezca conmigo; pero eso sí, para ser justa le advierto que no volverá intacto. Esa es mi estrategia.
(Actualización septiembre-octubre 2012/ BazarAmericano)