No sé en qué momento me dormí. La cabecera de mi cama tocaba el vidrio de la ventana, sacudido por el temporal de una de las últimas tormentas de verano en la montaña. Me imaginé durmiendo en medio del bosque. Me imaginé acunada por los pinos. A medida que la tormenta se intensificaba, me sentía más y más acunada por los pinos.
Antes de dormirme pensé: “mañana voy a escribir”. Antes de dormirme pensé en este recurso de parecer indefensa. Una impostura que casi nadie advierte, la máscara de una clown, sin que nadie lo sepa. Esas payasas que andan torpes y que la ropa les queda holgada. O chica. O sucia. Se conforman con poco, pero hacen el ridículo. Esa soy yo. Siempre queriendo hacer reír a los demás. “Ahora es suficiente”, pensé en el cuaderno de mi mente. “Ahora, un poco de silencio”. Ahora pensaba en escribir un cuento que contrapusiera el sonido de la tormenta y la vibración del gong. Yo, un poco antes, acostada en una colchoneta en un salón en cuyo techo había una claraboya central y alta. Un salón circular, de madera y con ventanales que miraban a los árboles. En el círculo del círculo, la encargada del complejo “Los manantiales” haciendo sonar un gong y unos cuencos tibetanos para las seis personas que la rodeaban. Llegué algunos minutos tarde, me acosté, dejé los lentes al costado, cerré los ojos. Sentí el sonido, las reverberaciones del sonido. El sonido que llenaba el espacio. El sonido de un gong, una campana chata, que en lugar de cantar agudamente, al estilo de las campanas europeas, deja salir un trueno metálico que se esparce como el agua. Toda la sala llena de sonido. El sonido que se expande como una bomba o que crece desde el piso. El grave gong; y más agudas vueltas, que venían de los cuencos. No necesitaba mirar para saber que oprimía el espacio. Que detrás del sonido había más sonido, pero todo repercutiendo una y otra vez sobre el mismo salón. Me gustaría saber si puedo escuchar algo de afuera, pensé. Y llegó un graznido. Una rama. Con demasiada claridad. ¿Pero cómo podía escuchar con tanta nitidez, si la vibración del metal inundaba todo, como una ola atrás de otra? Recordé las veces que salí aturdida de un boliche y también de los efectos del cine, del sonido incidental. ¿Se dice así? Cuando se aumenta el volumen de las pequeñas cosas, para intensificar la ansiedad o la quietud. Ahora que escribo escucho el teclado. Ahora que escribo escucho el segundero de un mini despertador que me traje al escritorio, porque en la mesa de luz me da insomnio. Ese tipo de sonido. Hacía poco había recordado la película Memoria, en la que Tilda Swinton escucha un ruido atronador, la caída de un alud, el desplome, un retumbar que alucina y que no puede traducir.
Acostada frente al gong, esperando que el bombardeo pase, empecé a escuchar un suavísimo y pequeño ti-tí, ti -tí, ti- ti tí. No era un sonido, era menos que un sonido. Era como un resto de sonido. La colita del cometa que dibujaba la vuelta por el cuenco tibetano. Ti-tí, ti-tí. Sutil como las vibraciones que se pegan en el tímpano de los que atraviesan catástrofes. Por ejemplo, mi mamá tiene una vibración que se llama tinitus y no sabe por qué la tiene, es algo que a veces se le despierta. Es algo que solo ella escucha y que la deja en soledad.
Me asusté. Me levanté. Me fui.
Septiembre • Noviembre 2025