diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Tenía ganas de escribir mi columna sobre Osvaldo Lamborghini, una biografía de Ricardo Strafacce. La iba a titular “Esto tampoco es una reseña” y pensaba comenzarla con la frase: “Nunca leí a Osvaldo Lamborghini, salvo El fiord…” Cuando me senté a escribirla, me di cuenta de que en realidad no tenía ganas. O fuerza. O voluntad. Me di cuenta de que no podía escribir sobre la biografía de Strafacce. Y sin embargo quería… De modo que cuando pensé que “tenía ganas”, en realidad “ganas” era lo que me faltaban. Entonces, “querer” no es igual a “tener ganas”. Es como cuando uno quiere levantarse de la cama, pero no tiene ganas. No cuando uno debe (porque tiene que ir a trabajar, o a la escuela, etc.), si no cuando uno de verdad quiere (un sábado soleado de otoño, por ejemplo), pero no puede. Le da fiaca.
Escribir sobre un corpus de escritores de la fiaca: lo propondría como plan de investigación, si no fuera porque me da una infinita pereza.
Me pasó algo similar cuando leí La novela luminosa de Mario Levrero. Lectura varias veces pospuesta, hasta que un verano me diera la cantidad necesaria de días libres para devorarla (antes de leerla, ya sabía que me iba a gustar). Dispuse un enero de extensas jornadas, solo en mi casa, sin ver a nadie, sin salir, dedicado exclusivamente a la lectura y a las necesidades básicas. La novela me fascinó, pero conforme pasaban las horas y los días, cuanto más me apasionaba, más desaceleraba. Es algo contrario a mis hábitos, porque leo rápido y más rápido si el libro me gusta. Me encontraba, en la alta madrugada, jugando al ajedrez por internet, con el libro al lado de la notebook, cerrado. Es que me daba fiaca agarrarlo, hasta que lo agarraba. Perdía horas en el ajedrez nocturno, como Levrero perdía horas con sus orientales en bolas. Supe entonces que ese podía ser un buen modo de leer La novela luminosa: con acedia.
Ese corpus imaginario podría incluir también autores no necesariamente perezosos, a los cuales uno leería en esa clave. Por ejemplo, Borges: la hipótesis de que el Maestro no escribió una novela, en el fondo, porque le daba fiaca. Y que toda su genial teoría del argumento único de ejecución mínima no fue más que una elegante coartada para justificarse. Su propia figura tutelar, Macedonio Fernández, fue un auténtico cultivador de la acidia: Museo de la Novela de la Eterna es el relato de la procrastinación de la novela. Posponer es el mejor modo de asumir la falta de ganas sin irresponsabilidad.
Como el insomnio, la fiaca no es algo que deba definirse negativamente. Es difícil explicárselo a quien no lo ha experimentado. La gente que no sufre de insomnio piensa que se trata sencillamente de falta de sueño. Y es exactamente al revés, hay que tener sueño para poder sufrir (gozar) el insomnio. Con la fiaca pasa lo mismo, hay que querer levantarse para no tener ganas de hacerlo, hay que querer escribir para no poder escribir.
La pereza puede reivindicarla, como valor, el escritor de vanguardia, contra el valor “trabajo” del escritor moderno. En la biografía de Strafacce, la pereza lamborghiniana está vinculada a la imposibilidad: no poder trabajar, no poder mantener relaciones sociales, no poder tener una pareja, no poder ser padre, no poder, en suma, vivir. Imposibilidad que, por otro lado, posibilita escribir. Lamborghini sufre porque su amigo César Aira, al que ya considera el mejor novelista argentino cuando éste todavía permanece inédito, es metódico, austero y tiene más novelas escritas que él mismo publicadas. La diatriba airiana contra el valor trabajo en arte es lamborghiana (aunque Aira suela citar más bien el grito de guerra de Rimbaud), pero para Lamborghini ese desprecio era más bien fatal. Aira no habla nunca, sin embargo, de pereza, aunque se haya acostumbrado a retrucar que escribe poco, no mucho, porque dicta pocas páginas por la mañana y sus novelas son cortas (lo que es a todas luces una falacia, porque sus setenta y cinco novelas y relatos, sean del tamaño que sean, dicen los contrario). La primera imagen que tuve que poner en cuestión cuando leía la biografía era la de Lamborghini como “maestro” de Aira. No se trata de elegir una versión, y es factible pensar que el único maestro es el que se niega al magisterio. Aun así, la versión de Strafacce por momentos da la impresión de que es al revés, que es Aira el maestro de Lamborghini. Quizás sea el mejor modo de ser un discípulo: no tomarse tan en serio lo que el maestro no pudo no tomar en serio, porque hizo de su necesidad, virtud. Así, la obra de Aira está llena de personajes perezosos, llena de pequeños Osvalditos que retozan y encuentran, negándose a hacer obra, su arte, pero él mismo, como escritor, es lo contrario de un perezoso: niega la obra obrando (desobrando). La misma paradoja afecta la biografía de Strafacce: es un trabajo monumental, que Lamborghini nunca se hubiera tomado.
Y es que la paradoja es inevitable, esencial: ser “lamborghiniano” es una imposibilidad. Escribir una monumental biografía sobre la fiaca, escribir una proliferante obra novelesca contra el trabajo, es una felicidad inaudita, una genialidad como la borgiana “larga metáfora sobre el insomnio”.
Como dijo el coronel Mansilla, paradójicamente la antítesis del acidioso: “la enervante y dulce pereza”.
(Actualización julio – agosto 2013/ BazarAmericano)