diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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La pesquisa que tiene como objetivo conseguir una copia, un ejemplar, del nuevo libro de Juan José Becerra comienza con un rumor, un comentario que le escucho hacer a un amigo catalán que asegura haber tenido entre manos –gracias a su condición de diseñador gráfico del mismo– la novedad editorial en cuestión. A partir de ese dato, con esa fija entre ceja y ceja, empiezo la búsqueda que rápidamente se revela como imposible. El libro, que para más datos y paradojas, se llama La interpretación de un libro, no estaba, no está, y quién sabe cuándo estará, en las librerías argentinas.
Hago llegar la mala nueva, sin inocencia por supuesto, a oídos del “amigo catalán” que gentilmente se ofrece a enviarme la versión digital del libro. Primer fracaso, imaginé que tendría algún ejemplar de más del que podría hacerme. La lectura de un libro, de una novela, en formato digital no es mi fuerte ni creo que lo sea de ningún lector, por lo que aunque empiezo su lectura, ansioso por saber de qué va el nuevo libro de Becerra, no desisto en la búsqueda de nuevas estratagemas que me permitan conseguir un ejemplar. Respeto e incluso admiro a los lectores de literatura en formato digital, confieso que suelo quedarme largos minutos mirando embelesado cómo un lector con el que comparto algún transporte público se pierde en ese rectángulo inmaculado y radiante que le ilumina el rostro y sobre el que, cada tanto, con una caricia sutil, hace pasar las páginas virtuales en un gesto que evoca pero no es la lectura de un libro. Pero esa atracción, en realidad envidiosa, por los modernos dispositivos digitales para la lectura no me constituye como un buen usuario. Por el contrario, leer en pantalla lo asocio inevitablemente a una tarea laboral, profesional o bien, tal es el caso, a la imposibilidad de tener el libro, el texto o la novela cuyas páginas quisiera estar tocando y percibiendo.
Antes de llegar a las treinta o cuarenta páginas leídas en el monitor le hago saber al amigo catalán de estos descontentos con la lectura en digital, ante lo que él, tan amable como elusivo, me pregunta qué me parece el libro, casi al mismo tiempo que me confiesa que él no tiene nada de tiempo para leerlo, pero que en algún momento espera hacerlo. Y ahí se abre, mínima pero precisa, la posibilidad que estaba secretamente esperando, la chance de hacerme, al menos por unos días, con su ejemplar, que ya imagino como el único existente de este lado del océano y se recorta así de una multitud de libros idénticos que en su condición de inaccesibles se vuelven menos reales mientras se echan a perder en uno de los contenedores verdes, amarillos o de colores ocres que se apilan al costado de las avenidas del puerto.
Me entrega el libro y lo primero que reconozco es la presencia incómoda en su tapa –ostensible ausencia en la versión digital–, de una fotografía en la que una mujer desnuda sentada en una cama sostiene con una mano un libro. La incomodidad se produce porque al instante reconozco a la modelo de la fotografía, puesto que se trata de la mujer del amigo que me está entregando el ejemplar y que en ese instante está a menos de un metro de nosotros hablando con otra gente. En tres microsegundos me debato entre elogiar el diseño –que es muy lindo–, decir algo de la imagen de portada o mejor quedarme callado. Resuelvo sin pensar dar vuelta el ejemplar para distraerme con la lectura de su contratapa, de su solapa y de lo que encuentre como excusa para no decir nada inconveniente.
Vacilo unos momentos sobre desde dónde retomar la lectura, una alternativa es hacerlo desde el lugar hasta el que a duras penas había llegado frente a sucesivos monitores en los que el archivo contenía lo que hasta allí no era más que la promesa de un libro, algo así como su versión preliminar (no solo porque la había recibido, en una especie de operación de tráfico clandestino, de una fuente relacionada con su proceso de producción y edición previo a la publicación sino también porque el archivo en cuestión me permitía ver las líneas señaladas para el corte de la páginas, las indicaciones que adivino dirigidas a los armadores de los ejemplares, como quien asiste a la representación previa de un estreno teatral en la que los actores ya actúan e interpretan con el mismo énfasis y verosímil que en las funciones pero se mueven en ropas de calle por una escena surcada por técnicos y maquinistas que trasladan trastos, prueban paneles de escenografía y ajustan las luces). La otra opción, por la que finalmente me inclino, es comenzar de nuevo el libro que ahora sí –sobre todo después de aquel largo paréntesis sobre la versión que venía leyendo– puedo sopesar, percibir y empiezo a valorar como tal cosa.
La nueva novela de Juan José Becerra tiene también a un libro, demasiado presente en ciertos sitios como ausente en sus lecturas, como centro de irradiación del sentido y del encuentro para la historia que en sus páginas se desencadena. Un escritor, Mariano Mastandrea, se dedica sin éxito a buscar los lectores de su primer libro (la novela Una eternidad) a los que rastrea sin éxito por el transporte público y por las inmediaciones de las librerías de saldos, donde los ejemplares de su novela acumulan polvo. Será precisamente el descubrimiento de una única lectora (que deviene en “lectora única”) de su libro lo que cambia el curso de sus derivas por la ciudad y tuerce la trama de su vida. A partir de allí, de ese encuentro y del tipo de lectora que Camila Pereyra, la co-protagonista de la novela, resulta ser, aquella opera prima que nadie parecía leer se vuelve el centro inagotable de la nueva vida que el escritor y su lectora comenzarán a transitar en las páginas del libro de Becerra.
Las librerías eternas de una avenida que se jacta de su insomnio, las redes de trenes subterráneos de Buenos Aires, el Jardín Botánico, la Recoleta y fundamentalmente un austero monoambiente en el que no hay mucho más que un sillón y libros forrados en papel madera, son los escenarios de esta novela en la que un escritor y su lectora perfecta o absoluta se trenzan en una historia tan ensimismada como apasionante. Del mismo modo que en Toda la verdad, novela de Juan José Becerra que precede en el orden cronológico de su publicación a La interpretación de un libro, el escritor bonaerense se divertía diseccionando el mundo editorial devenido en maquinaria de mercado alimentada y aceitada con algo que en algún momento se puede haber parecido a un libro o a una escritura pero en definitiva demostraba ser algo muy diferente, aquí expone, no sin el humor y la ironía que ya son condimentos fundamentales de su literatura y, por qué no, de su perspectiva sobre el mundo (ya se trate de un goleador mitológico, la basura televisiva o la prosa imposible de algún intelectual consagrado en las proximidades de las cajas de los hipermercados), el sistema microscópico y subjetivo de deseos y frustraciones que la publicación y distribución de un libro, sobre todo si se trata de una opera prima, puede desatar en la personalidad del protagonista.
La interpretación de un libro es, claro está, una novela sobre otro libro pero también, y esto no es menos importante para el ritmo atrapante que Becerra propone y consigue, sobre la importancia que la existencia de un lector –en rigor una lectora, Camila Pereyra– tiene para que un libro y su escritura concluyan un ciclo. La búsqueda frenética e infructuosa que Mastandrea hace de sus lectores (invisibles o inexistentes) se ve saciada, tal vez en exceso, en el encuentro y la persecución que el protagonista hace de Camila. Con ella, y sobre todo con el tipo de lectora que demuestra ser, la literatura de Mastandrea cobra un nuevo y justificado sentido. La historia de amor que el escritor y su lectora van a vivir en las páginas de este otro y nuevo libro de Becerra, tiene una justificación y un destino literario que se adivina inagotable en los recorridos de otro texto que, aunque finito, pareciera no terminar nunca de producir acontecimientos. La vida de novela que los personajes de La interpretación de un libro se proponen vivir se sostiene y encuentra su límite en otro libro que, como el nombre falso que Becerra ha elegido otorgarle para enmascarar, apenas, el referente concreto del que extrae párrafos enteros y literales, para estos dos amantes podría durar “una eternidad”.
El ego de Mastandrea encuentra descanso, primero, en el descubrimiento de (apenas) una lectora de su primer libro, que parecía destinado al silencio de la crítica y los lectores, y más tarde en el descubrimiento del tipo de lectora que Camila Pereyra efectivamente es. Pero es también esa voracidad lectora que Camila representa la que absorbe toda la energía creativa de Mastandrea y lo sume en una repetición incesante de lo ya escrito que ahora pretende ser vivido –como si tal cosa fuera siquiera posible o siquiera necesario– en la cotidianeidad literaria que la pareja se inventa. En la puesta en práctica de ese plan destinado al fracaso que consistiría en vivir como en las páginas de una novela, incluso glosando con los propios cuerpos amantes las páginas del texto escrito y leído, sucesivamente, por los protagonistas, se adivina el germen del final y del conflicto que no tardarán en desatarse. La ficción de éxito literario que Mastandrea vive con la aparición de Camila Pereyra y su devoción por la escritura del novelista también sirve para reflexionar sobre un sistema literario que aparece tangencialmente en sus más miserables estrategias de circulación y reconocimiento de las que el protagonista de La interpretación de un libro está cuidadosamente, aunque no por decisión propia, al margen.
Con humor e inteligencia, características que siempre parecen trabajar en simultáneo en la prosa de Becerra –literaria o periodística, no hay alta o baja escritura en su caso–, la relación con la crítica y con un supuesto entorno generacional (la llamada “generación de platino”, toda una síntesis del sentido del humor de Becerra) que constituyen el sistema literario al que Mastandrea “llegó tarde” y al que busca infructuosamente ingresar es el otro tópico inquietante que ofrece la novela. Más allá de ser la contratara complementaria de su anterior novela Toda la verdad, en la que Becerra jugaba y se divertía con una descarnada e irónica caracterización de un mercado literario que puede inventar una carrera y un prestigio sostenidos prácticamente sobre un mal entendido o un accidente literario, en La interpretación de un libro expone la desesperación y frustración de un escritor cuyo primer libro fue a parar en tiempo record a ese lugar inhóspito que son las mesas de saldos. El juego de libros dentro de libros que esta nueva novela de Becerra nos propone se complejiza, con excelente auto-ironía, al elegir para la glosa y tema central de este nuevo libro la ficcionalización de su novela anterior (Miles de años), que hoy sigue prestigiando las mesas de saldos de la avenida Corrientes en inversa proporción a la ausencia de su nueva novela, La interpretación de un libro. Paradojas de una realidad que sigue encontrando la forma de volver demasiado solemne y verosímil toda ficción literaria.
Unas semanas más tarde de la primera y accidentada lectura, vuelvo a buscar el nuevo libro de Juan José Becerra, en esta segunda ocasión lo hago ingenuamente entusiasmado por el descubrimiento de un ejemplar de otra novela editada por la misma editorial catalana en la vidriera de una librería. Pero el libro sigue sin aparecer y su relectura obligada para la escritura de estas torpes reflexiones se impone en el desdeñado formato digital, problema que tampoco logro resolver con la impresión, a cuenta de toners ajenos, de toda la novela en hojas de oficina. Aun así, y como si estuviera leyendo un inédito –y casi lo sigue siendo, al menos de este lado del océano–, me vuelvo a sumergir en el placer que encuentro en la prosa de un Becerra que bien sabrá reírse de estos avatares literarios tanto como se ríe de su presencia en las mesas de saldos.
(Actualización septiembre-octubre 2012/ BazarAmericano)