diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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He encontrado siempre irritante que un artículo crítico, ensayo, monografía o tesis se detenga en la siguiente aclaración: “Mi lectura en modo alguno es la única, no invalida otras posibles lecturas, más bien se suma a una potencial riqueza, etc.” Me parece una aclaración inútil; dan ganas de contestar: “Tranquilo, tu lectura no invalida otras, no invalida, de hecho, nada…” Es una modestia innecesaria. Pero, dejando de lado lo subjetivo, el énfasis conlleva un equívoco: si uno se decide a hacer una lectura, no considera, en el fondo o en la superficie, que esa sea “una posible entre otras”. Si se decide a hacerla, si la escribe, es porque piensa que es una buena lectura y, por lo tanto, una lectura que, de hecho, puede, o debe, invalidar otras. Si el crítico literario se acerca al ensayo, a la literatura, es porque considera que la suya es una lectura potente, singular, productiva. Quizás me equivoco y en realidad, en esta era “posautónoma”, según dicen, no importa hacer una buena o mala lectura: yo escribo mi lectura, como cualquier otra, y es una más, no me preocupo de si es buena, si es potente, si resiste, si es fuerte. Escribo una lectura, más o menos, y la pongo a disposición, para que el consumidor-investigador se sirva. Tal vez mis parámetros son perimidos: entiendo todavía, con Barthes, que apreciar el plural de un texto no es trabajo de la crítica, sino de la teoría. Me dejan perplejo muchas supuestas “lecturas críticas” que consisten en un recorrido de las posibilidades interpretativas de un texto: ¿es eso crítica o teoría literaria? Sí, lo sé, también estas preguntas resultan anacrónicas (por eso las planteo). En realidad, podemos salir de lo conceptual y volver a lo afectivo (lo irritante): a esa clase de lecturas dan ganas de decirle: “Venga, juéguese con una y deje de jugar al manual de literatura”.
Son fórmulas retóricas, se dirá. Lo malo de las fórmulas es que dejan presupuestos no interrogados. Son ideológicas, bienpensantes, autoritarias: cristalizadas, invalidan, a priori, la posibilidad de su reverso. Si uno escribe: “Lo cierto es que la lectura que propongo destruye la mayor parte de las lecturas que se han hecho hasta el momento, etc.”, eso no se escucha bien, suena mal. Es cierto que esas cosas no se dicen, se hacen. Bah, lo puede decir Marthe Robert (y con qué mordacidad lo dice), pero hay que ser Marthe Robert, no se puede ser “uno”. Podrían ser fórmulas de cortesía (como si la crítica tuviera que estar sujeta a las amabilidades de la comunicación), pero terminan deslizándose al interior como lo que va de suyo y no debería: afirmo que mi lectura es “abierta”, por ejemplo. O me declaro partidario de una lectura “dinámica”. Eso sucede porque a nadie se le ocurre decir que una lectura puede ser cerrada o estática. Pero no solo una lectura: nada, en realidad, puede serlo. Yo me pregunto: ¿de dónde sale que lo abierto y lo dinámico garanticen algo? ¿Qué hay de malo con lo cerrado o con lo estático? Hay todo un paradigma de malas palabras. Por ejemplo, una mala, malísima: “dicotómico”. Si quiero escribir un trabajo de crítica elegante, no tengo más que inventar una “dicotomía” y atacarla. Otras malas palabras: “autónomo”, “absoluto”, “espíritu”, “representación”, “mimético”, “teoría”, “estructura”. Después está el paradigma de las buenas palabras: “híbrido”, “transdisciplinar”, “pluralidad”, “diferencia”, “acontecimiento”, “práctica”. Es verdad que estas listas blanca y negra tienen su razón de ser: pero a veces da la impresión que esas razones se pasan demasiado rápido por alto.
Es curioso: “dialéctica” es mala palabra y “negativo” es buena. ¿Y la “dialéctica negativa”? ¿Sería neutra?
Otro de nuestros vicios retóricos es utilizar esas malas palabras, u otras, si no malas, sospechosas, y colocarles unas piadosas comillas. Es muy común cuando, por ejemplo, quiero decir estético, poético o literario, pero no puedo decirlo por su tufillo a especificidad, pero no puedo dejar de decirlo (porque, qué curioso, las palabras declaradas perimidas insisten y no puedo prescindir de ellas), entonces me lavo las manos y escribo: “estético”, “poético”, “literario”. Lo digo pero no lo digo, sigo adelante pero es como si no hubiera dicho nada. Las comillas evitan interrogar por qué la palabra en cuestión está caída en desuso o en desgracia, y eso permanece como supuesto que a veces el crítico mismo parece desconocer.
Más todavía: la superstición del cómo leer hoy, el plegado a las tendencias y el valor de lo último, no necesitan justificación ni examen, toda vez que se trata solamente de enarbolar las nociones de moda y soltar satisfecho el nombre ilustre del momento. La cita de autoridad no es un recurso retórico, como trabajosamente enseñan los profesores de secundario cuando dan argumentación, sino el golpe de gracia que permite cerrar la discusión, como si los verdaderos pensadores, en vez ser utilizados para pensar, lo fueran para prescindir del pensamiento. Esta obturación es elocuente cuando el trabajo crítico se sirve de las nociones más disímiles, sin importar demasiado la coherencia que puedan guardar o no teorías a veces divergentes y no pocas veces contradictorias. Puedo meter a Derrida y a Badiou en el mismo párrafo, sin notar ningún problema, y tan campante. Como la pluralidad es un valor, permanece incuestionable. A propósito de esto, recuerdo que en la reelaboración de mi plan de tesis se me criticó “cerrarme” demasiado a “un solo punto de vista” y yo admití que esa reducción (otra mala palabra) era intencional, consciente y perfectamente plausible, y no le veía el inconveniente. A mí me resulta, por el contrario, difícil asir, cuando se citan cincuenta autores como si eso fuera garantía de seriedad teórica, entre la multiplicidad de puntos de vista, el punto de vista del que habla o, mejor, su propia voz.
Uno debería utilizar solo el parafraseo, de manera de tener que hacerse cargo de lo que dice. El parafraseo impide la utilización ingenua porque obliga de verdad a poner sobre la mesa las cartas, a salir a la palestra. Justamente, no hay comillas cuando se parafrasea.