diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

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/  Osvaldo Aguirre

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PECADO DE JUVENTUD

C. E. Feiling

 

 

Amor a Roma es al mismo tiempo mi último libro y el más antiguo de los cuatro que he escrito hasta ahora. Esta aparente contradicción no se debe tan sólo a que fue lo primero que escribí pero es lo último que me han publicado, ni al simple hecho de que mi tercera novela será editada recién en abril de 1996. Comencé Amor a Roma en 1979/1980, lo “terminé” en 1989, le agregué y quité cosas entre 1991 y 1994 y finalmente me obligaron a entregarlo este año. Las precisiones cronológicas, que de seguro a nadie le importan, quizás adquieran mayor sentido si aclaro que el libro me acompañó mientras: ingresaba en la carrera de Letras, emigraba y volvía al país, me casaba, enfermaba de gravedad y me curaba por un rato, me graduaba y dedicaba a la docencia universitaria, emigraba otra vez, me divorciaba, decidía abandonar la docencia y regresar al país para dedicarme de lleno al periodismo y la literatura, me enamoraba para siempre, publicaba dos novelas y terminaba una tercera.

 

Ahora -subvirtiendo un poco la insoportable metáfora que asimila el arte a la paternidad- estoy huérfano de inéditos; en el cajón apenas tengo proyectos, no me queda ni siquiera el “pecado de juventud” de mi volumen de versos Amor a Roma... y para colmo, de golpe y porrazo, me encuentro confesando en un diario que tampoco fue exactamente un pecado de juventud, sino un larguísimo chicle, de esos que los párvulos sin higiene conservan debajo de pupitres y sillas a fin de llevárselos a la boca de nuevo en cuanto sienten ganas. Por primera vez, entonces, soy un escritor sin resto, sin caja de ahorros ni billetes en el colchón, que sólo cuenta con el plazo fijo de la novela que aparecerá en abril. Supongo que debería estar feliz, y lo estaría si no fuese por el consabido temor al futuro, la aún no enfrentada página en blanco -el futuro, la peor y más molesta página en blanco- y los contratiempos y trabajos que me impiden empezar otra cosa ya mismo.

 

La génesis de Amor a Roma, a pesar de este preámbulo, no resulta muy difícil de explicar. El libro surgió en buena medida de mi amistad con Luis Chitarroni, de las prolongadas, alcohólicas y casi diarias veladas que, desde 1985 hasta 1989, pasamos quejándonos de nuestra pésima fortuna de un modo oblicuo, reticente y nada original: el de leer en voz alta poemas que hablaban de la mala fortuna de otros. Poco a poco, la generosidad de Luis me llevó a incluir mis viejos poemas en nuestras reuniones, luego a traducir algunos poemas favoritos y por último a escribir poemas nuevos cuyo primer lector -cuyo primer oyente- era siempre él. (Declaro aquí, como se suele y debe en estos casos, que ninguna culpa le cabe a Luis por mis extrañas rimas, paródicos metros y absoluta falta de ideas, todas cosas de las que me precio pero con las que el público quizá discrepe.)

 

Hasta “Dábale arroz a la zorra el abad” es un palíndromo menos bobo y obvio que “Amor a Roma”, en que un simple vistazo permite constatar que la lectura de derecha a izquierda arroja como resultado idéntica frase que la lectura común, de izquierda a derecha. La elección del título, sin embargo, no proviene de una incapacidad mía para juntar figuritas o boletos capicúa - “Allí tápase Menem esa patilla”, ideado por el coleccionista Mario E. Teruggi, es mi adquisición política más reciente-, sino que de hecho responde al contenido del libro, que recorre las formas del amor para ahogarlas en el procaz y melancólico vitriolo de la literatura. Roma, aquella capital de la mente que los peregrinos en vano buscan en Roma, hace las veces de literatura, o mejor dicho de una serie de tradiciones poéticas para mí fundamentales: la latina, la española del siglo de oro, la inglesa a partir del siglo diecisiete, el casticismo, algo de la gauchesca y bastante de lunfardo, tango y graffiti de baño público.

 

Amor a Roma consta de dos partes que se corresponden con el movimiento de los ojos al recorrer la frase: izquierda a derecha, para recoger el sentido, y luego derecha a izquierda, para constatar que el “nuevo” sentido no difiera del viejo. La primera parte, titulada “Versiones”, incluye poemas míos y traducciones de poemas ajenos (Persio, Swinburne, Horacio, Rochester, Petronio, Tony Harrison, etc.); la segunda parte, que con justicia merece el nombre de “Poemas”, incluye los originales de mis traducciones y otros dos poemas de los que me he apropiado pero fui incapaz de traducir (uno es de Luis Chitarroni, el otro el más estúpidamente cursi, hermoso y antologado de Leigh Hunt). Huelga subrayar que el nombre de cada parte le debe menos a la falsa modestia que a la seguridad de que la poesía se compone sólo de predecesores bastante secretos, el selectísimo grupo de favoritos que uno aspira alguna vez a integrar para alguien.

 

Cuando se comienza a escribir novelas, el mundo cobra espesor, peso específico; el descubrimiento de la lentitud que subyace a la trama más rápida y entretenida conspira contra el arrebato, la eyaculación precoz o el coito interrumpido de los poemas. Me gustaría seguir agregándole versos a Amor a Roma, engrosarlo año a año y publicarlo, renovado, de tanto en tanto. Es lo que hace un escritor que admiro -pero al que, si me conoce, seguramente no le gusto: sus prejuicios estéticos parecen de otros y en nada responden a su literatura- con su libro El arte de narrar. Me gustaría, sí; lástima que mi problema con los planes no se diferencia del de cualquier hijo de vecino: el futuro es la peor página en blanco.

 

(1995)

 

 

Con toda intención, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, Colección “Señales”, 2005.

 

 

 

(Actualización marzo-abril 2011/ BazarAmericano)


9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646