diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Adolfo Prieto
Encuentros con Ángel Rama. Montevideo, 1967
[Publicado en Texto Crítico n° 31-32, Universidad Veracruzana, México, enero-agosto de 1985.]
Llegué a Montevideo en junio de 1967. Diez meses antes, el gobierno de Onganía había intervenido a las universidades en la Argentina, y en protesta por esa decisión centenares de profesores renunciamos a nuestros cargos. La Universidad Nacional del Uruguay abrió entonces sus puertas para algunos de nosotros, en un gesto que apostaba sobre sus propias penurias interiores y sus riesgos inminentes. Ángel Rama era el flamante director del Departamento de Literatura Iberoamericana, y por su gestión pasé a incorporarme como profesor contratado de ese Departamento. Había conocido a Rama en la Argentina y le traté, muy fugazmente, en ocasión de un curso que dictó en la Universidad de Rosario. Había leído, por supuesto, muchos de sus artículos y notas aparecidos en el semanario Marcha, el promisorio apunte “Diez problemas para el novelista” y el estudio con que había prologado la edición de El combate de la tapera, de Acevedo Díaz. No mucho para evitar las incertidumbres de un nuevo y prolongado encuentro; no poco para establecer el reconocimiento de algunas coincidencias básicas.
En el viejo edificio de la Facultad de Humanidades, una extraña casona filtrada por todos los vientos del Plata, me fue asignada una mesa de trabajo en la misma oficina que ocupaba Rama, un cuarto de altas paredes al que la luz del invierno volvía entre recoleto y espectral. En la memoria tiendo a recortar todavía más ese espacio, a visualizarlo como un reducido escenario en el que debía permanecer varias horas al día preparando clases, tomando notas, leyendo, administrando una rutina que se interrumpía bruscamente, en las horas finales de la tarde, con la llegada de Rama. Venía con el aire distante que siempre le conocí y pasaba directamente a atender la correspondencia y los asuntos de trámite en el Departamento. Pero apenas concluía con estas obligaciones, con cualquier pretexto, se volvía a Mercedes Rein, que también tenía allí su lugar de trabajo, y a mí, para hablar de lo que parecía ser su mayor concernimiento y su reino natural: la literatura.
No es que en estas conversaciones no apareciera el denominador político ni las convulsiones sociales que agitaban el meridiano cronológico de la época; era que ese denominador y esas convulsiones se ordenaban en una red de convicciones establecida de antemano, en una estructura mental que necesitaba deducir el conocimiento de la realidad de los signos codificados por la producción y la recepción de los textos literarios. Admito que en un principio me produjo sorpresa su modo de proponer el diálogo. Después de diez años de trabajo en el ámbito universitario esta era la segunda, acaso la tercera vez que oía a un colega articular un discurso en el que la literatura se mostrara no como el aditamento remoto que justifica una profesión, sino como el objeto de elección en el que se quiere inscribir un destino. Admito también que esa sorpresa fue compartida por la comprobación del hecho de que la extrema cohesión de sus intereses alcanzara al ejercicio de sus funciones periodísticas, que continuaba desempeñando en Marcha, y a la fundación de una empresa editorial a la que comprometió de inmediato en el ambicioso proyecto de publicar la Enciclopedia Uruguaya.
No sé por cuanto tiempo hubiera podido Rama mantener bajo control las exigencias de tan diversos frentes de actividades. Me consta que, durante los siete meses que duró mi permanencia en Montevideo, esos frentes se alimentaban recíprocamente, como parte de un mismo circuito. De su colaboración en el semanario Marcha provenía, probablemente, el aspecto que más me seducía de esa combinación. Para explicármelo a mí mismo no tenía sino que tomar en cuenta mi condición de miembro de una generación obsesivamente constreñida a reflexionar sobre las circunstancias de la Argentina contemporánea, sin tiempo, ni fuerzas, ni perspectivas para interesarse en otra realidad que la producida por sus propios desgarramientos y tensiones. El mundo había ido creciendo a nuestro alrededor, sin que lo advirtiéramos casi, y la porción más próxima de ese mundo, Latinoamérica, había adquirido una complejidad y una contundencia que nos hizo sentir de pronto, cuando tomamos conciencia del fenómeno, desacelerados y marginales. A Uruguay le habían sido ahorradas, hasta entonces, las peripecias sufridas por Argentina, y muchos de sus intelectuales, particularmente los agrupados en Marcha, gozaron de un mirador privilegiado para observar, tempranamente, los sacudimientos y los esplendores de los años sesenta. Tuve noción de la verdadera envergadura novelística de Carpentier por los artículos que publicara Rama en ese semanario; recibí por el mismo conducto las primeras señales sobre la existencia de García Márquez, de Vargas Llosa, de Salazar Bondy. Y si bien Buenos Aires se había convertido, a partir de 1966, en uno de los principales centros editoriales y de promoción del llamado boom de la narrativa latinoamericana, la totalidad del fenómeno se había impuesto bajo tales sospechas de manipulación comercial y de consumismo de los sectores medios, que no fue hasta mi llegada a Montevideo y hasta después de mis encuentros con Rama y de las verificaciones por él facilitadas en el clima intelectual de la ciudad que el nuevo rostro literario de América Latina me fue revelado.
Rama puso en mis manos la primera edición de Paradiso, antes de que la maquinaria del boom iniciara su inescrupulosa campaña de promoción. Me invitó a admitir, ante mi reluctancia, el americanismo avasallador de Cien años de soledad y la legitimidad de sus recursos expresivos; a reputar a Cortázar, también ante mi reserva, como el escritor mejor situado en la coyuntura latinoamericana. Me sugirió, con toda la razón del mundo, la necesidad de releer La vida breve, y el conjunto de la obra de Onetti; la de prestar mayor atención a las incursiones antropológicas y a la experiencia de la lengua en Arguedas; la de aprender a diferenciar el registro de las voces que venían de la narrativa joven de México, de Cuba, de Venezuela. Me persuadió de las ventajas de un revisionismo que ubicara a Borges en el origen de la nueva escritura, y me dio sólidas razones para reformular las todavía vigentes funciones de compromiso y de mensaje, en términos que dieran cabida a la moral autosuficiente del texto.
Las clases, con ese efecto de telón final que nunca se cansa de sorprender a los profesores, llegaron a su término, y con ellas concluyeron mis obligaciones en el Departamento. Una tarde de verano, mi última tarde en Montevideo, Rama llegó más temprano que de costumbre a su oficina y se demoró más que de costumbre en la atención de sus papeles. Pensé que el típico pudor rioplatense había absorbido nuestros roles y que nada, salvo un silencio incómodo y algunas formalidades podía anunciar mi despedida. Pero su pregunta casual apareció, como siempre, y como siempre, a partir de ella, empezamos a hablar de libros, de procedimientos, de simpatías y rechazos, de lecturas que debían ocupar el próximo decenio de nuestras vidas. Curiosamente tengo un recuerdo menos firme de esta última conversación que de las anteriores. Acaso ha influido en ello la circunstancia en que la misma tuvo lugar. Acaso esa especie de carácter recopilatorio y de síntesis que creo, en algún momento pude percibir. Acaso también la variante que el diálogo tuvo en su momento final, cuando Rama, en un gesto desacostumbrado de aproximación personal, quiso saber cuál era mi próximo proyecto de trabajo, o mejor aún, mi proyecto secreto, la obra a la que apuntaban todos mis desvelos, la cifra en la que pudieran leerse todas mis justificaciones.
Sin vacilar se lo dije: “Escribir una historia social de la literatura latinoamericana”. Y sin vacilar, me dijo a su vez: “En eso estamos todos”.
No le pregunté entonces, ni le pregunté nunca por el alcance críptico del “todos”, y hasta me complació quedarme con ese enunciado, cultivarlo como una prueba de ingenio que alguna vez pudiera premiarme con la satisfacción de la respuesta acertada. Tampoco le pregunté entonces sobre las características de su historia social ni pude preguntárselo cuando –años y dictaduras de por medio– las posibilidades de contacto se redujeron a un puñado de cartas, alguna colaboración editorial y dos encuentros entre el ruido y la prisa de los congresos literarios. Y temí, lo confieso, que a la vuelta de tantos desarraigos, de tantos comienzos, de tantos exámenes de competencia en tantas ciudades de América, el entrañable proyecto hubiera perdido su urgencia interior y su necesidad de plasmación. Pero esos temores eran infundados y se apoyaban en analogías tan impresionantes como simplistas. No fue la aspereza del campo político y profesional por el que deben atravesar nuestros intelectuales la que impidió la cristalización del proyecto más ambicioso de Rama, sino la muerte. A pesar de esa aspereza; en contra de esa aspereza y del infinito tiempo y energía que implica confrontarla, Rama llevó adelante las líneas de su plan y pudo adelantar algunas de sus piezas de su sustentación: los trabajos sobre el modernismo, sobre la literatura gauchesca, sobre la narrativa contemporánea, sobre la ciudad letrada. Estas piezas pertenecen a un espacio conceptual rigurosamente organizado; son el perfil y el cuadrante de una historia social de la literatura latinoamericana. La historia que todos –entre todos– quisiéramos concluir.
(Actualización noviembre 2015 - febrero 2016/ BazarAmericano)