diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

Osvaldo Aguirre
/  Carlos Ríos

Ana Porrúa
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/  Julio Schvartzman

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Julieta Novelli
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Juan Bautista Ritvo

Curador de Galerías

Daniel García

Diseño

Juan Maveroff

Los hermanos y los guardianes
Atomizado Berlín, de Julia Kornberg, La Plata, Club Hem, 2021.

 

Madre, padre, hermano

fueron con el tiempo
perdiendo el yugo
del pronombre posesivo
que los unía a mí.

Mirta Rosenberg

Hablar de alguien encierra en su núcleo una tensión irresuelta y dolorosa. ¿Cómo apaciguar esta enorme paradoja del Otro, en la que reconocerlo como otro implica al mismo tiempo encerrarlo en etiquetas conceptuales que pertenecen a mi mirada, ajena a la suya propia? El lenguaje trae al proscenio al Otro que se presenta ante mí, le da una posibilidad de que yo lo reconozca, lo salva del trasfondo opaco de lo indistinto, pero al mismo tiempo lo agota en su posibilidad de sorprenderme, pasa de persona a personaje. Emmanuel Levinas ilustra en Totalidad e infinito esta lucha del lenguaje con la presencia del otro, pura irradiación que significa todo y nada al mismo tiempo y que el discurso mutila en su incandescencia cuando no es una palabra verdadera, pero que bien empleada siempre enriquece al Otro en vez de ahogarlo: 

Tener un sentido es situarse con relación a un absoluto, es decir, venir de esta alteridad que no se suprime en esta percepción. Tal alteridad solo es posible como una abundancia milagrosa, sobreabundancia inagotable de atención que surge en el esfuerzo siempre recomenzado del lenguaje con el objeto de aclarar su propia manifestación. Tener un sentido, es enseñar o ser enseñado, hablar o poder ser dicho. 

Después de asesinar a Abel, Dios le pide a Caín que le diga en dónde está. Caín se rehúsa: niega ser el responsable de definir a su hermano. En esta ambivalencia violenta y amorosa, homicida y liberadora (Caín mató, pero se aleja del crimen como Flaubert de su obra), está el enigma del vínculo fraterno y también la esencia del respeto al otro en tanto otro y no en tanto producto de una percepción.

Nina Goldstein, la protagonista de Atomizado Berlin,  no necesita matar a su hermano Mateo. Este sabe que va a morir pronto de un aneurisma y el secreto de su deseo, tan hermético como inequívoco, lo lleva a vivir una vida de magra abundancia y de belleza inclemente en Israel. La antesala de la muerte de Mateo es contada por Nina, que la reconstruye con la perpetua ansiedad de estar perdiéndose de algo, de haber sumido alguna parte imprescindible de la vida de su hermano en un cono de sombra. El dolor que el abusivo Ossip ve manifestarse en pozos depresivos y gestos de locura al final de la novela aquí está convertido en tabú, una prohibición fulminante. Si el luto es el ardor de la ausencia, solo puede expresarse a través del silencio. Nina retrae sus palabras de duelo, encuentra la fuerza de desplazar ese dolor para celebrar la felicidad que Mateo pudo encontrar al final de su vida, por breve que esta haya sido. Julia Kornberg mutila la lógica cainita, desprende al asesino de su crimen y sin él solo nos queda el amor encarnizado por el otro que siempre se estaba yendo porque irse es lo que le permite ser feliz. Incluso con esto, sin embargo, la tensión no se resuelve. La debacle etílica y farmacológica de Nina cuando llega a la treintena podrá haberse desatado por las fotos que Angélica le ha pedido tomar de cuerpos y cadáveres, pero es solo el último eslabón de una larga cadena de padecimientos cuya única respuesta parece ser siempre la huida: “Acepté, como destino inevitable, darme a la fuga como lo hacían todos los demás”. Los personajes de Atomizado Berlín no huyen para encontrar un hogar sino para buscar posibilidades, que es una meta más sofisticada que la nebulosa libertad. Huyen de Buenos Aires porque no toleran su esclerosis artificial de lagos construidos y barrios privados, pero en las otras ciudades que habitan solo ven espejismos de este problema: el aire respirable se está agotando para el prójimo, el Viejo Mundo cierra sus fronteras a la bienvenida universal, “un mal momento para tener quince años y ojos de cualquier color más que celestes”. La lógica del mundo, “la agonía orgánica de la ciudad”, se decanta por el bombardeo intestino producto del lenguaje de los desoídos y la respuesta de los que quieren mantener el orden.

Siempre que los narradores hablan lo hacen por medio de los otros. La mayoría de los monólogos aplazan durante páginas la revelación de su nombre, nos enteramos primero de quién es el que no está hablando que de quién habla, la lengua choca con el prójimo y para mitigar parte del daño borra el origen del golpe. Este amor por el otro que los obliga a permanecer siempre en puntas de pie al hablar de él cuando son alguien que importa (no así los amantes de segunda, no así los encuentros de una noche, el amor romántico en la novela tiene mala prensa y el sexo es tan mundano como atarse los cordones) se resuelve en la huida: no puedo sostener más esta palabra, no puedo arriesgar una respuesta sin dañar a quien quiero, debo cambiar la conversación, debo asesinar a la pregunta. Es por eso que es difícil contestar si en las voces de los narradores existe el registro irónico. La ironía implica una escisión entre el plano locutivo (lo que se dice) y el ilocutivo (la función que cumple decirlo), por lo general hiriente o por lo menos picante. Cuando se relatan las vergüenzas de la intimidad, la incomodidad de los encuentros, los efluvios corporales involuntarios, se los ensalza como algo tan valioso como un acto de valentía sin dejar de hallar lo reprobable en ellos. Nina y Tomás discuten cómo vivirían la vida de haber nacido cincuenta años atrás: Tomás se condena hipotéticamente a morir de sida y no por jocoso deja de ser sincero, acuerdan que la vida de reprimidos sociales y un matrimonio-pantalla hubiese sido una aventura sin dejar de reírse pero tampoco de asumir una realidad que no hubiese permitido su existencia. Los taxistas son verdaderos caballeros a pesar de ser, algunos, cocainómanos empedernidos o usar sandalias pegadas con gotita. Candelaria, la amiga de Tomás y Nina, tiene una vida de apariencias vacías y banalidades pero no deja de tener “la vida más honesta de los tres”. La contradicción no supone el alejamiento de los opuestos: es la regla, no la excepción. Cuando Jeremías y Timo conocen a Riz Hassan aceptan de buen grado su risa ante la reverencia que le declaran pero se quedan en jaque cuando este rompe a llorar. Los personajes de Kornberg mantienen a sangre y fuego la esperanza de lo inesperado. Lo mismo puede decirse del ennui constante de las voces. No se puede decir que es un artefacto si no hay otras opciones, los narradores no pueden elegirlo porque elegir implicaría una alternativa: “No era una pose, sino más bien una melancolía homogénea que había contagiado durante la última década a toda la ciudad”.

Nina, Mateo, Jeremías y Angélica son Caínes a la inversa: viajan por siempre de ciudad en ciudad, pero en vez de construirlas estas se vienen abajo. Nina renuncia literalmente a la carrera de arquitectura. St. Jacques, astrónomo de cuarta que perora entre los clochards parisinos, encarna el principio de disolución del universo. El texto está repleto de construcciones en llamas y pedazos de edificios históricos saltando por el aire. El aplastamiento que sufre Jeremías en el concierto de Los Ratones, del cual salió casi ileso de milagro, se resuelve en la noche fatídica del 30 de diciembre de 2004. La experiencia que más se asemeja a una disolución de las fronteras del Yo y el Otro, en la que la masa indistinta de cuerpos se mueve al unísono por fuerza, roza el encuentro con la muerte y los tres amigos, Jeremías, Tobías y Lili, supieron detenerse y arrancarse de ese mundo antes de que su curso natural descarrilara en tragedia. Jeremías pasa de un género musical a otro, pero el halo de catástrofe sigue tras él. En París la destrucción es más violenta y azarosa, el affair de seis miembros que era su banda en los comienzos termina en ensayos de un rejunte de gente alienada de sí misma, un distanciamiento progresivo que la música puede paliar solo apenas. Durante la seguidilla inicial de las explosiones, Marlene y Jeremías se dan cuenta: “iba a ser algo imposible la comunicación”. La música, lo mismo que las drogas, los cómics, el fútbol, la cultura popular, las redes sociales, los lineamientos para levantar o los memes no son un instrumento de nostalgia sino intentos de un parámetro común, medidores de comunicación entre las personas. La unión intensa de Nina con Angélica, con la que termina el libro, se inaugura con una interpretación íntima y secreta del disco Discovery. En este año de 2021 Facebook y Tumblr no pertenecen al pasado pero tampoco son parte importante del paisaje digital de alguien menor de cuarenta años. En ese uncanny valley del pasado, el cadáver no del todo frío del presente, se busca una comunicación rudimentaria entre dos: “siempre nos quedará internet”, dice Jeremías, destripando la frase de Rick Blaine. Nina se entiende con Ossip y esto le provoca un alivio, su manejo del arte, del cine o de los partidos de la Champions League se parece lo suficiente. Comprender al otro es lo principal, y es imposible hacerlo sin un mediador que traduzca sus palabras. Aquí viene a cuento recordar que todo el libro es una traducción que una Angélica ya envejecida manda a hacer del alemán como un último gesto de amor a aquella gente que habita su memoria, a los fantasmas de su generación.

Si la primera parte del libro es de los hermanos, la segunda es de los guardianes. En ella se cierra lo que aquella se esforzó en abrir. Angélica destaca por contraste, se lanza a una empresa de la primera parte a tres cuartos de la segunda. Paga caro el precio de su transgresión, pero obtiene como recompensa la última palabra, los bordes del libro, sus límites entre interior y exterior. Angélica siempre estuvo en los márgenes, y el proyecto hacker de intervenir todas las computadoras del mundo con imágenes terribles de la guerra obtiene su paralelo en el trabajo de intervención que ella hace en el libro, sus pocas notas al pie son un recordatorio de que todo ha pasado por sus ojos. El máximo guardián, en cambio, es Ossip. En él aparecen los últimos reflejos distorsionados de lo que en la primera parte del libro auguraba promesa: ve la necesidad de escaparse de Nina por medio de drogas y amantes como antes lo hacía viajando de ciudad en ciudad, quema parte de sus cosas cuando sabe que no va a volver a su lado como antes la misma Nina hacía con las fogatas caseras de Mateo en los años de adolescencia. Ossip no le rehúye a definir a Nina, la violencia que le inflige no se traduce solamente en puñetazos sino en la forma de describirla, repleta de verbos copulativos y aseveraciones inamovibles. El momento de mayor seguridad en las afirmaciones, paradójicamente, trae consigo la mayor desrealización del sujeto: nunca Nina fue tan elusiva, nunca la conocimos menos que ahora. Así como Marlene, Timo y Jeremías abrían las ventanas sin pudor para que todos los vieran teniendo sexo, la revelación tiene el efecto de exponer el negativo de un rollo a la luz solar. Lo que queda es la nada misma, pura superficie lisa que podría ser cualquier cosa. Algo parecido pasa en el encuentro con Riz Hassan en el hospital. Timo y Jeremías hacen una especie de doble con sus canciones de lo que habían hecho antes Jeremías y Tobi con Los Tallarines Explosivos de Villa Real, Agustín con la “Cantata de puentes amarillos” de Spinetta y Nina y Angélica con Discovery, pero la elucidación del misterio trae un resabio de banalidad, un cierto gusto agradable por lo amable que era el hombre que estaban conociendo, pero carente por completo de la grandeza que esperaban. “No hay que conocer a los ídolos”. La muerte de Mateo, que definió su vida breve, mantuvo la grandeza de su persona por haber sucedido justamente en la soledad del desierto, lejos de las miradas inoportunas.

En “El escritor argentino y la tradición”, Borges saca a relucir un poco frecuente costado autobiográfico relacionado con la escritura de “La muerte y la brújula”: 

hará un año, escribí una historia que se llama “La muerte y la brújula” que es una suerte de pesadilla, una pesadilla en que figuran elementos de Buenos Aires deformados por el horror de la pesadilla; pienso allí en el Paseo Colón y lo llamo Rue de Tolon, pienso en la quintas de Adrogué y las llamo Triste-le-Roy; publicada esa historia, mis amigos me dijeron que al fin habían encontrado en lo que yo escribía el sabor de las afueras de Buenos Aires. 

La exageración, el desborde y lo grotesco tienen la capacidad de llevar el fantasma al proscenio, no solo lo que ya es sino lo que en sí mismo contiene las posibilidades del futuro, lo que es y no es a la vez. Esto solo es posible mediante un grandioso ensimismamiento, difuminar los límites de la perspectiva individual al punto de hacerle adquirir la ubicuidad de lo invisible, un verosímil que envuelve con su profundidad. Como bien explica Lotte Eisner: 

Por una parte, el expresionismo representa un subjetivismo llevado al extremo; y, por otra, esta afirmación de un yo totalitario y absoluto, forjador del mundo, se aproxima a un dogma que implica la abstracción completa del individuo. 

Los fantasmas de una generación no pueden vivir sino en la mente individual. Exagerar es lo propio de quien percibe antes que nadie lo que está por venir, como hace Li con todos sus amigos. La expansión del Yo a niveles peligrosos produce la fascinación de una lengua poética, lengua que hace tanto como describe. Quizás el libro no sea más que una serie de profecías autocumplidas. Lo cierto es que en la posibilidad de salvarse de la catástrofe reside su encanto. Cito de nuevo, finalmente, a Levinas: “Un ser capaz de otro destino que el suyo, es un ser fecundo”.

 

(Actualización abril – mayo 2021/ BazarAmericano)

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646