diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Digámoslo de entrada ¿a qué nos enfrenta este libro, el último libro de poesía de Anahí Mallol? Un libro lleva por título Piedras y ostenta como una custodia una piedra en su tapa (una piedra, hay que decirlo, que se escama en fragmentos traslúcidos, como una piel mineral); un libro que se llama Piedras contiene –literal, litográficamente– una piedra y se propone –lateral, litoralmente– hablar de piedras. ¿A qué nos enfrenta?, ¿al misterio de lo simple?, ¿al revés de lo irresoluble? ¿A la observación minuciosa de lo que hay? ¿A la renuncia de todo saber de lo visible? ¿Al juego imponderable de las letras contra la materia? ¿Al roce de dos superficies, escritura y piedra, en el movimiento de su curvatura? Este libro parece proponerse hablar de piedras pero sin estridencias. Hablar con recuerdos, con saberes diversos, con experiencias, pero sin estridencias. Hablar de piedras que son piedras, como si hubiéramos desde siempre hablado la lengua pura y humilde de las tautologías, esa lengua infinita que ante cada piedra podrá decir, con exactitud, que esta piedra es esta piedra.
Modulando la lengua a la medida de las piedras, con un ritmo que evoca el rodado de los cantos modelados por los ríos, Piedras busca hacer de todas y cada una de las piedras la concentración exacta de lo incomprensible. O de lo impenetrable. O de lo insensible, dichosa esa piedra dura.... O de lo que se parte y deja ver en su interior algo que no es piedra, que es agua, aire, madera, planta, animal, tiempo, quién sabe. Eso que parece saber guardar en lo íntimo lo que no es suyo. Pero qué tentación esa la de hablar de saber, de propiedad, de otredad. La piedra, su cuento, es acaso ese cuento de la dureza que Ponge decía que usábamos nunca para hablar de la piedra en sí sino para intentar decir algo de los corazones duros de hombres y las mujeres. La piedra sin su cuento se abre al canto. Un canto raro. Un canto sin estridencias.
Con todo, la piedra, o mejor esa piedra –la del camino, la del zapato, la del riñón, la que se arroja al río, la que se junta sin por qué, la que se saborea en la boca, la que pisa los papeles, la que se mueve enloquecida– ostenta su permanencia y así, tan insensible cuanto insensata, se burla de lo perecedero y parece decirnos que ella sí estará ahí cuando lo demás no. Esa piedra, cualquiera sea, se mostrará aquí como la condensación material de lo imposible, de lo inexperimentable, del exceso ante el que los cuerpos ceden en la forma de un corazón que se parte, de una mano que concede su fuerza, de una mirada que talla su desconsuelo.
Decía Quignard que gustamos del tiempo cuando recogemos piedras: gustamos, sabemos, con la boca, con el pensamiento, material e inmaterialmente. Las piedras juntan tiempo y deforman el saber: “yo no sé nada de piedras / sólo sé /a medida que pasa el tiempo / y me vuelvo más callada más quieta /más meticulosa en pensamiento que / una piedra /es una piedra”. ¿Alguien se atreve a refutar la tautología? ¿Alguien puede esquivarle el cuerpo al tiempo, la mirada a lo que huye, el corazón a lo que duele? Nadie sabe lo que puede una piedra. Solo elucubramos que la movilidad es una de sus cualidades: hay muchas formas de ser piedra, dice un poema. Que la permanencia es una de sus fatales virtudes: ser una piedra para no irse nunca de ahí, dice otro poema. Que el simbolismo es una de sus proyecciones: hay muchas cosas que podrían querer decir las piedras, se dice en otro texto. Que la gravedad es una sabiduría serena: su docilidad a las leyes de la naturaleza, su exposición a la erosión que es viento y tiempo, así lo expone otro poema. Lo cierto es que hablar de piedras implica abrir un catálogo de cualidades, conceptos, respuestas, formas, figuras, símbolos, en correlación con una física, una química, una historia, una economía, una filosofía, una política, y hasta una ética de la piedra.
Ser una piedra: ese pedido imposible entrama los poemas de este libro para recorrer las imágenes de lo que se sabe ya perdido y no duele con el dolor de lo que se quiebra sino con la templanza de lo que se suelta. Si las piedras tienen memoria o no, si tienen sensibilidad o no, si tienen lenguaje o no, son cuestiones que este libro visita sin rispideces, buscando el momento exacto donde el corazón expuesto de la piedra partida dé cuenta menos de su dureza que de su flexibilidad. La piedra se mimetiza en el cuerpo y viceversa: y así, la piedra se ablanda, el cuerpo se endurece, la piel se escama y el mineral se eriza. La piedra sin pulir muestra las rugosas marcas de lo que la tocó: así el cuerpo deja entrever los relieves de lo quebrado, las puntas de lo prístino, lo profundo del secreto.
Piedras ofrece, delicadamente, un corazón partiéndose como una piedra, un cuerpo adornándose con piedras, las manos haciendo el juego de las piedras, un poema engarzando las palabras como piedras, una mujer tallando en su escritura lo irreversible del brillo, de ese haz luminoso que nos toca cuando la piedra desafía a la lengua y la tierra la devuelve cada vez a su misterio. Contra la creencia de que la piedra es la materia prima de las certezas en ése, su estar sin preguntas, sin mundo, esta voz nos dice que lo único cierto es que “la piedra/ no sabe nada de las palabras/ no pueden tocarla / y es/ la piedra misma”. Sin embargo, nadie sabe lo que puede una piedra en la tierra y en el tiempo; nadie sabe lo que puede un cuerpo en el desamor y en la escritura; nadie sabe lo que puede un poema en la inclemencia y en su temblor. Ni saber, ni poder: ser una piedra. No el imperativo de ser de piedra sino el pedido de ser una piedra, de saberse en la plasticidad de lo que se moldea por el tiempo, de experimentar el pasaje del peso incalculable a la liviandad de un grano de arena, partícula singular por la forma más bella que le dan los vientos y el amor cuando acarician la superficie sensible de la piel expuesta, del poema exacto.
(Actualización mayo – junio 2020/ BazarAmericano)