diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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En el comienzo de Las malas, la atención del lector queda capturada por una Tía, personaje chamánico si los hay, y un bebé abandonado. La escena tiene algo de pesebre navideño, al menos en su composición figurativa:
Encarna se acerca a las canaletas donde se esconden las putas cuando ven acercarse las luces de la policía y por fin lo encuentra. Unas ramas espinosas cubren al niño. Llora con desesperación, el Parque parece llorar con él. La Tía Encarna se pone muy nerviosa, todo el terror del mundo se le prende a la garganta en ese momento. El niño está envuelto en una campera de adulto, una campera inflable verde.
Y es que quizás la fe y hasta incluso la religión sea un motivo temático invisible a lo largo de la narración, pero no por eso menos determinante:
Una vez limpio el niño y enrollado en una sábana como un canelón, La Tía Encarna suspira y descansa en su cuarto, adornado como la habitación de un sultán. Todo es verde allí, la esperanza está en el aire, en la luz. Esa habitación es el lugar donde la buena fe nunca se pierde.
Lo religioso está en el “aire”, en los nombres, en las ceremonias:
A los trece años, luego de una semana en aquella casona rosa, María había sido bautizada como travesti. La ceremonia fue en el patio. Mientras comían turrón y tomaban sidra, la flor de uno de los cactus se había abierto de golpe, ahí, delante de los ojos de todas, y empezó a despedir un olor a carne podrida que las dejó desconcertadas.
Pero estos gestos no son meros ornamentos, sino más bien una necesidad que tienen los personajes por pensarse no ya como elementos aislados, arrojados al mundo sin un propósito sino formando parte de una comunidad, una comunidad estructurada bajo la solidaridad como dogma. Un modo de resistencia, sobre todo ante el ataque, verbal, físico del mundo. En este sentido la narradora usa el “nosotros” para marcar esa pertenencia agrupada, ellas contra todos.
Así, en ese clima muchas veces bélico, de trincheras la narración avanza con picos muy altos, crudos, en el sentido más orgánico del término:
«Las pijas no tienen gusto a nada», decía La Tía Encarna. Te acariciaba y te decía: «Agachá la cabeza cuando quieras desaparecer, pero mantené la frente alta el resto del año, nena». Y era como una madre, como una tía, y todas nosotras estábamos de pie ahí, en su casa, mirando al niño robado al Parque, en parte porque ella nos había enseñado a resistir, a defendernos, a fingir que éramos amorosas personas castigadas por el sistema, a sonreír en la cola del supermercado, a decir siempre gracias y por favor, todo el tiempo. Y perdón también, mucho perdón, que es lo que a la gente le gusta escuchar de las putas como nosotras.
El relato, lo que mantiene cohesionado al hilo de la historia, puede presentarse como una estructura episódica de un álbum de fotos. El caos está en la unidad, en el momento narrado pero no en el andamiaje que lo sostiene. Esa decisión estética termina por aplacar un poco la mucha vitalidad que posee en cada una de sus páginas, como si la formación en Comunicación Social de Sosa Villada le generase la necesidad de hacer nítido su mensaje. Pero tampoco exageremos, porque Las malas es una gran novela, una novela de tracción a sangre y sudor, como ese caballo de la portada, donde los cuerpos hacen y se deshacen, sufren, mueren, rezan, creen, se asoman al abismo y dan un paso más allá.
Copi solía decir que no era lo mismo ser travesti en la “Paris culturosa” que en Villa Devoto. Las malas hace escritura y carne esa frase, agudiza las contradicciones, pero a su vez y sobre todo trabaja antes que sobre la “condición trans”, sobre la “condición humana”. Sobre este punto podemos pararnos para esperar que las próximas obras ficcionales de Camila Sosa Villada la terminen de confirmar como una de las voces más innovadoras y poderosas de los últimos años.
(Actualización diciembre 2019– febrero 2020/ BazarAmericano)