diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

logo.png

Editora

Ana Porrúa

Consejo editor

Osvaldo Aguirre  /  Irina Garbatzky
Matías Moscardi  /  Carlos Ríos
Alfonso Mallo

Columnistas

Ezequiel Alemian
/  Nora Avaro

Gustavo Bombini
/  Miguel Dalmaroni

Yanko González
/  Alfonso Mallo

Marcelo Díaz
/  Jorge Wolff

Aníbal Cristobo
/  Carlos Ríos

Rafael Arce
/  Ana Porrúa

Antonio Carlos Santos
/  Mario Ortiz

Javier Martínez Ramacciotti
/  José Miccio

Adriana Astutti
/  Esteban López Brusa

Osvaldo Aguirre
/  Federico Leguizamón

David Wapner
/  Julio Schvartzman

Valeria Sager
/  Juan L. Delaygue

Cristian De Nápoli
/  María Eugenia López

Colaboran en este número

Osvaldo Aguirre
/  Carlos Ríos

Ana Porrúa
/  Carlos Battilana

Adriana Kogan
/  Ulises Cremonte

Antonio Carlos Santos
/  Julio Schvartzman

Javier Eduardo Martínez Ramacciotti
/  Fermín A. Rodríguez

Julieta Novelli
/  María Eugenia López

Felipe Hourcade
/  Carolina Zúñiga Curaz

Juan Bautista Ritvo

Curador de Galerías

Daniel García

Diseño

Zenón Deviagge

La confesión como absurdo
Una pizca de maldad, de Ah Yi, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2017. Traducción de Miguel Ángel Petrecca.

Una vez consumado el asesinato de Kong Jie, su compañera de estudios, apuñalándola 37 veces y dejando que el cadáver resbale boca abajo en un lavarropas que se llena de sangre hasta la mitad de su capacidad y constituye un espectáculo que descompone incluso a la experimentada forense que se hace presente más tarde en la escena del crimen, el asesino emprende una fuga que, aún con detalles premeditados y cierto éxito inicial, es lo suficientemente desprolija como para que, tras unas semanas de búsqueda, la policía lo encuentre jugando al pool y tomando Coca-Cola con el dueño de un bar. Cuando lo interrogan y se ve en la obligación de revisar, exponer los detalles del homicidio y justificarlo, termina hartándose porque no hay más explicación que el hecho de que, como no podía llenar un vacío, “decidió jugar al juego del gato y el ratón, y mató a otra persona”. Y más adelante aclara que es todo lo que hay para decir.

Desde el principio, el relato en primera persona del asesinato y la fuga es vertiginoso. Sin embargo, se espesa a medida que el criminal recorre indefinidamente los diferentes recintos penales, asumiendo que el castigo que le espera es la pena de muerte. En ese trayecto se convierte, de algún modo, en el reverso de Joseph K. Si en El proceso aquél es detenido una mañana sin haber hecho nada malo, a diferencia de lo que ocurre en la novela de Kafka el procesamiento de Hong, cuyo nombre revela como al pasar solamente una vez, está justificado no sólo por las pruebas irrefutables en su contra, sino además por su confesión: “Maté a Kong Jie, la maté a sangre fría, la acuchillé hasta que se formó un charco de sangre”. La franqueza y la frialdad de su declaración generan desconcierto en la policía, los fiscales, los periodistas y los psicólogos. Su contemplación indiferente ante la destrucción, ante su disolución como sujeto social y la inminencia de la muerte (“Amiguito, ya estás lejos de este mundo”, le dice un guardia en una charla) sólo se agita fugazmente en los momentos en los que la rutina de los procedimientos se altera, como una alusión poética en una declaración en medio del juicio o las salidas de la celda en la que está recluido, que pasan a ser, en sus palabras, excursiones maravillosas.

A esos efímeros picos de placer prosigue un desencanto que marca el tono general de la narración, que Ah Yi desarrolla con solidez. No hay que dejar de remarcar, de igual manera, la tarea de Miguel Ángel Petrecca que nos habilita a nosotros, lectores occidentales, una traducción ajustada al ritmo que exige la novela. De hecho, la imagen de la China provincial en Una pizca de maldad se aleja de todo exotismo y pone el foco en el problema más general de los usos de la ley y sus límites. Es así que, durante el juicio, la madre de la víctima, además de exigir justicia por la muerte de su hija, reclama no sin cierta controversia un resarcimiento económico que termine de arruinar a Hong, que, al respecto, reflexiona tranquilamente que en este mundo “la vulgaridad no tiene límite”. Pero la demanda recae también sobre la policía por su lento accionar. Las fuerzas de seguridad piden que no los molesten, que los dejen hacer su trabajo, y aseguran que hicieron lo que dictaba la ley. La discusión aumenta en intensidad al punto de que el imputado se sorprende sobre el hecho de que pareciera como si, en última instancia, todo fuera culpa de la policía. La madre de Kong Jie pregunta, incisivamente, si es verdad que la ley establece eso. “Ustedes conocen el derecho, les pido que me digan, ¿existe esa ley?”. Esa duda constituye el problema central de Una pizca de maldad. El discurso jurídico toma la forma de interrogatorios, entrevistas, evaluaciones o declaraciones y asedia sin éxito a Hong, que se limita a responder no hay por qué, no hay nada que decir, no puedo, no estoy seguro, no voy a apelar, no lo sé, respuestas que recuerdan, a lo lejos, al absurdo preferiría no hacerlo del oficinista Bartleby. Al igual que en el cuento de Melville, las sentencias de Hong son tan desoladoras que parecen agotar todo el lenguaje de una sola vez, fisurando de ese modo un orden que, para asegurar su correcto funcionamiento, tiene que dar todas las explicaciones posibles.

Con anterioridad a Una pizca de maldad, fue publicado un cuento Ah Yi, sinónimo de Ai Guozhu, en la antología Después de Mao, también con traducción y selección de Miguel Ángel Petrecca y editado por Adriana Hidalgo. Escribió Cuentos grises (2008), El pájaro me vio (2011) y la novela Y ahora qué debo hacer (2012). Antes de dedicarse a la escritura, se graduó de la escuela de policía y trabajó algunos años en un alejado pueblo de provincia.

 

(Actualización mayo – junio 2018/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646