diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

Osvaldo Aguirre
/  Carlos Ríos

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El vuelo errante
El peregrino, de J. A. Baker, Buenos Aires, Sigilo, 2016. Traducción de Marcelo Cohen.

Hay muchísimo más cielo que tierra”, apunta J. A. Baker. Tan nítida afirmación surge de una década de contemplación y pesquisa. En bicicleta o a pie, con prismáticos hasta llevar al límite el alcance de la mirada, Baker dedicó años de su vida y su pericia narrativa al registro de una aparición aérea.

Sobrevolado, El peregrino es un cúmulo de apuntes de cetrería acompañado por un breve ensayo sobre el halcón peregrino y un diario en el que se consignan diez años de avistaje de esa ave rapaz. Por suerte, el libro de Baker supera los límites de su apariencia y se desenvuelve como una narración en sentido pleno, como un oráculo que al manifestarse puede transformar el corazón de quien lee.

 

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Las descripciones de paisaje muy detalladas hastían”, sentencia casi al inicio Baker. Sin embargo, el derrotero de El peregrino es en cierta medida un minucioso relevamiento de aves y el entorno en el que viven y matan.

La clave está en que Baker decide complejizar el tejido de su obsesión: “las emociones y el comportamiento del observador también son hechos y hay que registrarlos con fidelidad”. Así, en una deliberada finta al naturalismo, Baker se ocupa del que mira y sus convulsiones espirituales ante lo que persigue. El diario no registra, sino que perfora el paisaje, libera la mirada de su embeleso por las formas y el ojo se transforma en un órgano que permite el acceso a los misterios que dejan su rastro indeleble, pero esquivo sobre las superficies. La experiencia, entonces, se vuelve una práctica trascendental. “Voy a hundir mi cabeza pagana en la tierra invernal y salir purificado”, nos adelanta Baker en un tono que lo liga a un puritanismo que se desvanece cuando lo que queda en claro es que el problema no es seguir el mandato del dios de los hombres, sino desandar la cultura montada sobre los mandamientos de la materia y el lenguaje.

 

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A lo largo de El peregrino la que narra no es la voz de un especialista. La exactitud de cada observación sobre el vuelo del halcón, su gracia letal y las texturas inacabables que hermanan al cielo con el fuego son deudoras de la devoción. Baker no es un experto en el comportamiento de una especie, sino que su mirada, en la pretensión de fundirse con la del halcón, puede identificar entre miles de variaciones los movimientos de una divinidad. En este ejercicio arduo, el ojo deja de ser una herramienta de cálculo y clasificación y se vuelve una pulsión que rastrea la empatía y la conciencia, un deseo de consustanciación plena con el mundo anterior al imperio de la medida y a la ejecución de la máquina. Pero ese gran pasaje, demanda un sacrificio. El paisaje total sólo puede revelarse cuando el que persigue al halcón comienza a traspasar las fronteras de una humanidad empobrecida, que hizo de la posesión el núcleo de su sistema y del decoro una coartada. La libertad de ser y comprender sólo parece posible cuando se confunde quién es el peregrino: “Parado en un campo, cerca del huerto del norte, cerré los ojos y traté de cristalizar mi voluntad en el prisma embebido de luz de la mente del peregrino. En la calidez del sol, bien plantado en su olor a hierba alta, me sumergí en la piel, la sangre y los huesos del halcón. El suelo se hizo rama para mis pies, el sol me pesaba en los párpados y los calentaba. Como el halcón, oí y odié el sonido del hombre, ese horror sin rostro de los lugares rocosos. Me endurecí en la misma bolsa sucia de miedo. Compartí la nostalgia de ese cazador por el hogar salvaje que nadie puede conocer, a solas con la visión y el olor de la presa, bajo el cielo indiferente”.

 

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El halcón peregrino no sólo fascinó a J. A. Baker. Pocas aves despiertan una atención tan fascinada. Quizás sea por algo que El peregrino permite intuir: no hay mayor perfección que la reconciliación con la muerte. El halcón al que se entrega el narrador es, en su esplendor y violencia, una manifestación de lo sublime que desbarata los enclaves estéticos y morales.

No hay nada más hermoso, más abrumadoramente rojo que la sangre que fluye en la nieve”, anota Baker al buscar y encontrar las víctimas del peregrino, cadáveres a los que se dedica con precisión y deleite. “Qué raro que el ojo pueda amar lo que la mente y el cuerpo odian”. El ojo, el salvoconducto del que sigue al halcón para abandonar su mundo y entrar, aunque sea como intruso, a un orden donde el tiempo y el espacio se reconfiguran, y la vida y la muerte adquieren una dimensión desconocida. La caza visual del halcón y las inclemencias que demanda son el portal hacia un versión extrañada del planeta: “La dirección cobra color y significado. El sur es un lugar brillante, bloqueado, opaco y agobiante; el oeste una tierra que se espesa en árboles, se agrieta, el gran cuadril de Inglaterra, el anca celestial; el norte es abierto, lúgubre, un camino a la nada; el este es una vivificación del cielo, una llamada de la luz, una tormentosa irrupción del mar. El tiempo se mide por un reloj de sangre [...] Todo se transfigura, como si de golpe las columnas rotas de un templo en ruinas hubiesen retomado el esplendor de antaño”.

 

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El ojo ha de buscar el hogar perdido”, escribe Baker. El peregrino, en muchos sentidos puede leerse como una elegía. Sin embargo esconde un anhelo de transformación que no se limita a querer deshacerse de una humanidad contaminada, como si la soledad compartida con las aves y el cielo pudiera ser la sustancia generadora de esa alquimia. Baker no se ahorra lamentos, claro, pero su experiencia es la de un místico y, en consecuencia, insiste en la esperanza que es siempre alcanzar la comunión con aquello que lo rodea. Sin embargo, parece consciente de que esa concordia se basa en la superación constante de la diferencia y, precisamente por eso, es imprescindible que exista el sutil resplandor de la distancia. En ese juego de disoluciones y recomposiciones sucesivas lo que queda como constante es una promesa: la de volver a reconciliarse una y otra vez con el mundo, suturando en raptos la discontinuada institución de la igualdad.

 

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El peregrino es un vuelo en el que el halcón caza a la presa, el narrador busca al halcón y el lector persigue a ambos para encontrarlos fundidos en los arrebatos líricos de la narración, ahí donde la literatura se muestra como algo más que el ejercicio juicioso de las formas, donde la poesía parecer ser el mejor balbuceo ante lo extático. El peregrino no es un tratado sobre la sensibilidad poética, Baker elude esa pretensión. “La belleza es vapor del foso de la muerte”, registra el 18 de diciembre. El relato avanza y, como el predador que exhibe casi al borde de su propio fin la conquista de la vida, nos muestra que escribir es un acto de arrojo que nunca sobrepasa el límite que pretende superar y que la dignidad de su naturaleza quizás sea aventurarse con exceso en el fracaso que se esconde detrás de la bruma del deseo.

 

 

 (Actualización marzo - abril 2017/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646