diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

Osvaldo Aguirre
/  Carlos Ríos

Ana Porrúa
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Antonio Carlos Santos
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Julieta Novelli
/  María Eugenia López

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Una voz que se lleva todo
Una premonición queer, de Aníbal Cristobo, Buenos Aires, Zindo&Gafuri, 2015.

En el poema “Vaimer” de Teste da iguana (1997), Anibal Cristobo cortaba el poema con estos dos versos: “La voz se lleva todo. / El poema desaparece”. No sé por qué en esa síntesis y remate leo algo así como el arrastre de una escritura que Cristobo supo construir desde ese libro en adelante. Porque cuando leemos Una premonición queer, lo primero que oímos –y tocamos– es una voz que aceleradamente no se detiene y que cuenta algo sin contarlo. Es decir, como si los poemas promovieran un efecto de narratividad a partir de un tono exasperado que coagula pensamiento, mundos y percepciones en cuanto protagonistas de un suceso que, sin embargo, nunca queda claro. Se trata, entonces, de una voz en la que emergen personajes de una poesía que ha sido desaparecida en ese efecto de narratividad en el que, sin embargo, todo el tiempo sentimos su aparición y su presencia irrenunciable. Es la aparición de la desaparición de la poesía en un mundo sostenido por una voz que no se detiene.

Esa voz que arrastra y lleva todo tiende, así, a construir encuadres mediatizados: imágenes televisivas, fotográficas, proyecciones y cámaras se encuentran en la mayoría de los poemas. Pero lejos de producir un efecto de realidad o una emergencia de lo real por la proximidad tecnológica que implicarían, los versos usan esos encuadres para construir con los restos de realidad que aparecen, una ficción con figurillas y personajes móviles, por lo general sin nombre, que adquiere la forma de una anécdota. Por eso, los restos de lo real se convierten en atributos, casi indiciales, de una voz que genera a través de ellos la presencia ausente de sí misma en un mundo anecdótico:

 

“Todo lo que puede aparecer en la pantalla

pertenece al terreno de la anécdota, de aquello que no podrá

formularse en forma de alteración

ni llegará a ser. Un vistazo también

es el modo en que pasan los días;

casi siempre se avanza por pasillos,

chequeando una noción general

de desaparición. Por eso

sigue siendo fácil decir

que aquí estamos: los sensores no lo desmienten,

las listas no verifican todavía…”

 

Es decir, lo que propone Cristobo es la aparición de una voz que se lleva todo en una escritura que se ha convertido en pantalla a través de la cual se ve una anécdota, un encuadre, una escena de aquello que no llegará a ser. De ahí que, al contrario de los medios masivos que tienden a usar su capacidad icónica con efecto de real, la poesía desaparecida aparece a partir de sus mismos dispositivos y formatos en la escritura para desacralizar la posibilidad de aquello que viene a confirmar que se es. En ese plano de escritura, como en el plano de una pantalla, no se llega a ser, aunque se intente ser todo el tiempo, porque el encuadre y la cámara o la pantalla someten a la edición inventiva de un relato mediatizado que se aproxima a lo real, pero como imagen de lo real, como algo que ya ha dejado de serlo. Por eso, lo que se confirma es que se está, que ahí, en ese plano, se está como y en una voz detectada por los sensores de nuestra lectura; se está sin llegar a ser nunca. 

Debido a esto, los objetos que aparecen lo hacen en un desplazamiento del uso que los mismos han tenido –y aún conservan– en las prácticas de la poesía argentina. Porque ya no se trata en Cristobo de la construcción de “correlatos objetivos”, sino de la puesta en duda de la capacidad de los objetos para dar cuenta de la presencia y de la vida de una voz en el mundo: “Hubo semanas/ en las que creí que finalmente cierta afeitadora/ sueca se ganaría todas las categorías”. El concurso que ganaría la afeitadora no es otro que el de la creencia en “Los objetos seleccionados” por una voz que duda todo el tiempo de la posibilidad de una biografía, de una vida, que se cuente a partir de ellos, porque se enuncian casi como una convención más de la poesía que intentó “el autoconocimiento” a partir “de herramientas como estas”. Se trata de una vacilación que la voz se lleva con ella en su movilidad acelerada de asociaciones, escenas, filmaciones y fotografías de anécdotas sintetizadas y empalmadas en un mismo poema:

 

“la curva de asistencia de los

seminarios, las pausas de la respiración, la sucesión

indumentaria del conferenciante, la tarde

 

            con sus bocinas y resplandores

correctamente aislados por paneles de carbono, incluso

los cambios en la programación, se ejecutan

de un modo continuo, y así

acabamos por aceptar que también nuestra vida

 

se encuentra reflejada en ese power point…”

 

La escritura, como ese power point, con sus anécdotas, no refleja nada, ni la vida, ni una biografía, ni sus objetos; eso se trata, a lo sumo, de una aceptación irónica que, en Cristobo, da cuenta de la presencia de una voz ausente y anónima que revela su fragilidad de documentación y de archivo: “Veíamos con miedo cómo sus hazañas / se multiplicaban: ¿y si/  la estructura para documentarlas y archivarlas colapsara?”. En este sentido, la escritura es una “programación” con interrupciones, antes que una documentación o una pulsión archivística total y completa. No un programa de escritura, sino una programación, por un lado, televisiva, mediática y, por el otro, informática. Mediática y televisiva porque está sometida a las mutaciones de las anécdotas a partir de encuadres que se convierten en pantallas donde vemos su acaecer continuo en una voz. E informática, porque tiene una estructura iterativa en cuanto sucesión de anécdotas donde las ideas se encadenan y relacionan con la forma fatídica de una premonición: algo que anticipa y anuncia el acaecer el futuro de sí misma, su devenir desde el principio a partir de la repetición. Como vemos, ese modo de ser de la voz escapa de la determinación de la programación mediática sometida a los gustos de la audiencia, puesto que son las anécdotas la materia que encadenada se orienta a la variación de lo programado y no ya el mercado televisivo. Pero también escapa de la repetición informática del código binario, puesto que acá las piezas anecdóticas carecen de uniformidad numérica y tienden a reproducir el poder multiplicador y diferencial de esa voz que oímos acelerada todo el tiempo contar la vida y las vidas de otros. Y así, la voz hace aparecer en su anonimato la posibilidad de una poesía que genera su propia programación vital.

Una poesía que se desentiende de valores como la creatividad, puesto que no se trata de una invención a partir de la nada, sino de la posibilidad de componer una voz capaz de seguir con su programación, a pesar de las interrupciones, multiplicando las anécdotas que se repiten en la vida y en las vidas. De este modo, el amor, la amistad, los relatos familiares y los camioneros serán los fantasmas y presencias favoritas de esa voz que, antes que crearse ex nihilo, vienen a repetir su potencial de diferencia en un trayecto de escritura:

 

“Entre ustedes y yo, el problema

es que nuestros intereses se superponen:

como cuando en la radio suena una canción y la madre, desde

la cocina, comienza a tararearla unos segundos

tarde. Pronto

el desayuno estalla en un paquete abandonado

y ninguno de los gadgets

alcanza a detener la tragedia. El otro problema

es que todos ustedes

han inventado algo: eso también

nos separa. Llevo años

escribiendo estas novelitas psicoanalíticas

para resolver ese conflicto. Y se preguntarán por qué los he reunido

en el ascensor de este centro comercial

de las afueras. Les digo: van a soñar con mi voz.

Esta noche intentarán pegarme, van a querer

recuperar las patentes vendidas, y cada uno

de sus brazos será un miembro fantasma. Yo voy a estar muy lejos,

seré un enano rodeado de azafatas, y mearé,

sostenido en el aire”.

 

(Actualización marzo-abril 2016 / Bazar Americano)

 

 

 

 

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646