diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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El durmiente, de Ulises Cremonte
Industrial, de Esteban López Brusa
Palito, de Patricia Suárez
Hacia la ciudad eléctrica, de Sergio Chejfec
La Plata, Ediciones El Broche, 2012
Los libros de la editorial El broche (La Plata, 2012) son pequeños, como plaquetas de poesía. Pero la fuerza de los relatos que contienen es inversamente proporcional a su tamaño. Los textos presionan superficies genéricas, estéticas, políticas, y se adhieren a ellas en un punto exacto, como una presión localizada que evita que el viento arrastre las prendas del sentido. Y desde ahí, desde esa aprehensión que ejercen sobre la materia del lenguaje, traman sus relatos, sin medias tintas, directos, ágiles. Sin dudarlo dos veces, los libros de El broche sacan al sol sus historias para hacer presión en cierta zona narrativa microscópica; y ese parece ser el efecto de lectura cuando recorremos los títulos del catálogo: textos concentrados en contar eso que tienen para contar; textos que no se distraen de esa tarea mínima, imperceptible: un pellizco sobre la tela del relato.
El durmiente, de Ulises Cremonte, es un western de ciencia ficción alucinada. Si en un futuro lejano, las generaciones venideras quisieran llevar este cuento a la pantalla grande, algún científico loco tendría que clonar al Clint Eastwood de For a fistful of dollars para que represente a Castano, uno de los personajes principales de la historia; aunque algunos puristas podrían objetar que el Mel Gibson de Mad Max II: The Road Warrior, calzaría mejor en los zapatos de este velludo pistolero. En todo caso, es un debate que la ciencia y el cine del futuro tendrán que resolver. A nosotros nos toca decir que El durmiente se puede leer como el guión condensado de una película. El escenario donde transcurre la acción es Berisso. La mención de ciertos datos geográficos (Quequén, Tandil, Berisso mismo), nos lleva a pensar que, efectivamente, estamos en una Argentina postapocalíptica y no en el espacio exterior, aunque así parezca: un mundo en donde la gente no puede dormir más de cinco minutos y, por eso, pierde el cabello; un mundo en donde hombres y mujeres son representados como insomnes pelados de quimioterapia; un mundo no muy distinto al nuestro, pero estilizado desde los rasgos más salientes de la Ciencia Ficción –me imagino, por ejemplo, a Sigourney Weaver, en Alien, de Ridley Scott, interpretando a Cocot, la hermosa mujer pelada de El durmiente, también protagonista, junto al pistolero Castano, y esto casi completaría el casting. Digamos, para simplificar, que El durmiente es la historia de una venganza. Pero en vez de billetes ensangrentados, el valor que circula por el relato es el sueño: Castano llama la atención, cuando llega a Berisso, por su pelo natural. Castano no usa peluca, como todos los demás. Y si tiene pelo es porque puede dormir. La realidad, en El durmiente, es una zona de la que no podemos escapar: estamos condenados a ella y ni siquiera tenemos las ocho horas de paréntesis que nos ofrecía el sueño. En el relato de Ulises Cremonte, estar despierto es, como ser argentino para Borges, una fatalidad: el castigo por un crimen que no cometimos, pero estamos a punto de cometer.
Industrial, de Esteban López Brusa, nos introduce en el mundo de una escuela pública pero no desde la mirada nostálgica, tampoco desde un tono anecdotario adolescente. Por el contrario, la escuela tiene una estructura dramática y lo que importa, en el relato, es recuperar el espesor simbólico de un espacio donde se cruzan historias yuxtapuestas, de motivaciones disímiles. Cuando Deleuze y Guattari abordan la obra de Kafka, llegan a la conclusión de que “la justicia es deseo y no ley”. En el relato de López Brusa, ocurre algo parecido con la escuela: de inmediato empezamos a percibir que estamos frente a una institución fuertemente atravesada por el deseo. Por otro lado, el escenario de Industrial se parece, por momentos, a la isla de El Señor de las Moscas, no tanto por las circunstancias, por el contexto en sí, sino porque los personajes, incluso los “adultos”, tienen algo de aquellos bárbaros-civilizados de la novela de William Golding: algo del fracaso parcial de todo intento de convivencia.
Palito, de Patricia Suárez, empieza con un epígrafe de la canción “La iguana”, de Lila Downs. En la canción, la iguana es un personaje que no para de trastabillar, en su camino al “pueblo de la soledad”. Y es desde esa sensibilidad que se construye el personaje de Palito, que va para el mismo lado que la iguana y, como la iguana, no para de trastabillar. El relato de Suárez se ubica en el corazón de lo cotidiano, o mejor dicho, en esa zona de lo cotidiano emparentada con la melancolía. Digamos que tres coordenadas enmarcan la apertura del relato: Palito acaba de separarse de Carla; además, es el cumpleaños de su padre, un ex-coronel de ochenta años no muy querido por sus hijos; y encima tiene que hacer la torta de cumpleaños. Esa torta lo explica todo: símbolo de una ofrenda vacía, afecto quemado, un proceso que termina por hundirse en el centro “hasta quedar de un negro profundo como el Averno”. La torta de cumpleaños es, también, la vida cotidiana en donde se cocina mal la cabeza de Palito: su esposa lo abandona, luego le confiesa que lo ha engañado, luego que está embarazada. Palito reacciona como un personaje de Kafka: “Te perdono, Carla”, apenas alcanza a decir. Paralelamente, el relato entronca con la historia de la cajera de un supermercado chino que frecuenta Palito: en un día de furia, Dalia termina atacando a los clientes con un cuchillo. Como en Gran Torino, de Clint Eastwood, en Palito las personas más ajenas y extrañas a nosotros, terminan siendo la única posibilidad de comunión con el mundo.
Hacia la ciudad eléctrica, de Sergio Chejfec, arranca como un fresco actualizado de Manhattan Transfer, mezclado con salpicones del tono lacónico de Henry Miller: “La verdad es que vivo cansado, la vida es un cansancio”. Después de las primeras diez páginas, el relato da un giro. De pronto tenemos a un escritor argentino en Estados Unidos, viajando hacia Scranton, la ciudad eléctrica, donde asistirán, él y un grupo de escritores, a una especie de “festival de las letras”. Hay una escena alucinante, como si las casi cincuenta páginas escritas estuvieran diseñadas para caer exactamente ahí, en un solo cuadro: varios escritores, mirando el cielo de la ciudad eléctrica, ven caer un pedazo de papel en blanco, sin saber exactamente de dónde viene. ¿Qué significa ese pedazo de papel que cae cielo? En un poema, César Fernández Moreno se pregunta: “¿ustedes que harían si vieran descender un plato volador/ correrían a contárselo a todos/ cualquier cosa que ve el poeta le parece un plato volador.” Entonces, ese pedazo de papel que cae del cielo al final del relato de Sergio Chejfec es, precisamente, aquel plato volador: una razón posible, en última instancia, para la literatura.
(Actualización septiembre-octubre 2012/ BazarAmericano)