diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Los culpables, otro "efecto personal" de Juan Villoro
Los culpables, de Juan Villoro, Buenos Aires, Interzona, 2008.

El volumen Los culpables de Juan Villoro, en la edición de INTERZONA lleva como fotografía de tapa una imagen del Día de los muertos de Adriano Snel. La imagen es eficaz para hablar de la escritura, de algún efecto pretendido con la calavera provista de pelo, ceja entera, bigote “ejemplar” (es un uso de Villoro) y amplia sonrisa cargada de dientes que retienen una flor de papel naranja por el tallo. La celebración de la muerte concentrada en la expresión burlona de la huesuda invita a un mundo bien mexicano, “típicamente” mexicano. “El muerto al cajón y el vivo al fiestón”, “tan malo no ha de ser si todos vamos ahí”, “la vida no vale nada, no vale nada la vida...” son dichos, repetidas canciones populares que dialogan con la imagen y acercan un archivo saturado, el cual sin embargo entra en crisis a través de seis cuentos y una nouvelle. Por ello la imagen “típica” parece una provocación cuando se adelanta la lectura y se movilizan ideas e interrogantes sobre escribir, hablar, mostrar este continente, ser hoy parte de un lugar. Villoro los explora, de modo divertido, por ejemplo en la primera parte de la nouvelle “Amigos mexicanos”, donde pone en escena a dos informantes sobre el México “profundo”, más y menos auténticos (paradójicamente, el primero es un negro de Senegal experto en arte mexicano, uno de los que más sabe sobre el tema, y el segundo, un mexicano que a ellos les parece un moro de Hollywood, pero se ha hecho reverenciar como descendiente de Moctezuma en Austria).

Se trata de viejos interrogantes asediados por los escritores latinoamericanos a lo largo de décadas y vuelven en textos ensayísticos y de ficción de otros narradores contemporáneos (M. Bellatin, R. Bolaño, C. Aira). A propósito, el mismo Villoro en su volumen de ensayos literarios Efectos personales (2000) define el exotismo (como retórica) para satisfacción de la mirada ajena, y me resulta difícil prescindir de ”Exotismo”, de C. Aira, de su lectura sugerente en la traza de un proceso, su indagación de la autenticidad como construcción o la necesidad de inventar el dispositivo por el que valga la pena ser del algún lugar. Respecto de la cubierta de Los culpables, más allá de lo obviamente connotado, es innegable la fuerza de la imagen que atrae y desconcierta porque impone aires de contraste, tanto en contenido como en forma -la tétrica muerte jocosa, la vitalidad de los cálidos que rodean el blanco y negro de la figura humana incrustada en oblicuo. En Efectos personales Villoro dedica un capítulo a A. Monterroso donde, para explicar los relatos, recupera su referencia a Borges: “su literatura incluye el laberinto y el infinito, pero también las trivialidades trágicas”. La operatoria le vale y como expresa cuando lee a Monterroso, delata algo de un “temperamento” que intento describir en relación con Los culpables: “Difícil encontrar mejor definición para las tramas de Augusto Monterroso que el sentido de lo trágico en lo trivial: nada es completamente irremediable, pero quien sepa ver encontrará en las nimiedades un sufrimiento a su medida”, dice. Me parece que Villoro ahonda en los gestos destacados de manera sistemática a lo largo de su volumen, entre mucho, para atraer y desconcertar, sustrayendo así de inercias interpretativas.

Con Los culpables, J. Villoro obtuvo el V Premio de Narrativa Antonin Artaud (México: 2007, otorgado en marzo de 2008). El cuento que da título al volumen es una magistral pieza breve, referida o anticipada en suplementos de diarios argentinos poco antes de la presentación de Villoro en la Feria del Libro. La cita de una máxima del decálogo de Horacio Quiroga en el ensayo sobre Monterroso (precisamente uno de los grandes narradores de la forma breve) también conviene a J. Villoro en este caso: ”Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno”. “Los culpables” es el mejor ejemplo de una posibilidad: montar un “pequeño” universo en cuatro hojas a través de una escritura cuya dinámica equilibrada contrasta con la índole de lo narrado: tragicidad en lo trivial, dolor y sufrimiento risibles.

Otras máximas del decálogo parecen operar, además de la mencionada: “No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas”, “No escribas bajo el imperio de la emoción”. Las incluyo porque ayudan a comprender la modalidad constructiva de este relato en primera persona sobre dos hermanos (el que no cuenta “no es un psicópata”, pero “tampoco es normal”) lanzados a escribir un guión cinematográfico (a instancias del que no es normal) con dos máquinas de escribir (una fallada, la del que cuenta), enfrentados en una mesa de la vieja granja familiar puesta en venta. Lo de “pequeño” universo es pertinente; si el fundamento -dos hermanos, una granja- es reducido, la narración es de apertura, de líneas disparadas desde ese centro elemental a lo lejano por cuestiones, personajes, temas, siempre a través de concisas referencias. La experiencia de la permeabilidad en zona de frontera (literal y metafórica), la tragedia de los indocumentados que aspiran a cruzarla, el deseo de ser un guionista mexicano para exportación, el ansia de irse y el mandato del regreso, etc., son algunos ejemplos dispares. El cuento termina siendo lo que H. Quiroga expresara en su octava máxima del decálogo, “una novela depurada de ripios”, y agregaría, en clave de las tramas compactas que desvelaban a Poe, donde los componentes se ubican en precisos lugares: oraciones y frases cortantes que introducen esa lejanía o lo inmediato de manera indistinta; oraciones y párrafos que avanzan rápido la historia, enlazados a otros que la distraen o complican sutilmente, en la brecha de las máquinas de crear interés de Cortázar, otro maestro para Villoro. Respecto del equilibrio, interesa el tono despojado de emoción, sostenido aunque se traten el dolor, el engaño, la traición; es una marca más o menos fuerte de todo el volumen cuya consonancia compositiva empieza por las primeras personas confesionales: “Me abrazó como si untarme su sudor fuera un bautizo. Luego me vio con sus ojos hundidos por la droga, el sufrimiento, demasiados videos. Le sobraba energía. Algo inconveniente para una tarde de verano en las afueras de Sacramento. En su visita anterior, Jorge pateó el ventilador y le rompió un aspa; ahora, el aparato apenas arrojaba aire y hacía un ruido de sonaja. Ninguno de los seis hermanos pensó en cambiarlo. La granja estaba en venta. Aún olía a aves; las alambradas conservaban plumas blancas” (“Los culpables”).

Es un tono por el que no hay órdenes o problemas subrayados. En general la muerte, datos del contexto, las micro biografías de personajes del deporte que inyectan “realidad”, las alusiones a la tradición o a un pasado “mágico”, casi todo cobra la misma consistencia; alguna repetición, ciertas frases irónicas, algún soplo de humor explícito, las transcripciones del registro oral serían excepciones. La vocación de la primera persona confesional es la intimidad, pero aquí es una intimidad desapegada (otro contraste) que se refuerza por la naturalidad constituida desde los comienzos, una de las mayores dificultades al escribir. La retórica de los comienzos en estos cuentos de Villoro (un saber que me recuerda a Salvador Garmendia) sería la manera por la cual parece no haber reorganización de un imaginario, como si la escritura en tanto acto físico le fuera inherente, una sencilla instancia cuya realización no produce conflictos. Quizás en esto resida la fuerza de ese efecto de naturalidad, en la posibilidad de unos comienzos que ubican de lleno en los relatos, pero también figuran restituir un diálogo o un continuo (el volumen entero, la escritura) solo suspendido en apariencia: ”A Rosalía le sobra de qué preocuparse” (“Orden suspendido”); “-Los fantasmas se aparecen, los muertos nada más regresan...” (“El silbido); “La culpa fue de la iguana” (“El crepúsculo maya”).

Los culpables fue publicado además por Almadía en México y Anagrama en España. Los títulos, es decir las palabras preocupan a Villoro, quien además es traductor y ha reflexionado sobre el oficio (se sabe que la narrativa tiene mayor posibilidad de traducción sin menoscabo esencial, pero el lenguaje de Los culpables la favorece: además del tono, su registro coloquial es contenido y responde estrictamente a la economía de cada relato). La explicación que justifica el uso de la palabra efecto como parte del titulo Efectos personales en el prólogo de ese volumen, y el epígrafe que abre Los culpables, un aforismo de Karl Kraus (“Quien calla una palabra es su dueño;/ quien la pronuncia es su esclavo”) redundan en el afán que cada relato sugiere, decir lo necesario eligiendo lo adecuado porque el decir siempre orienta a lo diverso, una apuesta de S. Garmendia a quien insisto en mencionar por haber sido otro maestro de la forma breve que se refería al “doble fondo” en el dominio del lenguaje para desvanecer pretensiones de lo unívoco y circulaba cómodamente, como Villoro, por distintos registros –novela, crónica, cuento, guiones, periodismo literario, relatos infantiles ....

Culpables buscan ser los hermanos del cuento para escribir porque “teníamos que jodernos para merecer la historia” (“Los culpables”). Quien narra ya lo es, como son culpables todas las primeras personas confesionales del volumen y como suelen sentirse los que apelan a la confesión cuando arrastran algún secreto. Culpa es otra variable que hilvana el conjunto donde la traición abunda y una palabra repetida, a veces en sintonía con la muerte que anticipa la imagen de tapa, todas poderosas en la tradición escrituraria mexicana (cómo no recordar el cuento de E. Garro). La serie se completa con una ciudad que cobra presencia en algún cuento y en la nouvelle: los colores de la imagen de tapa, un fondo-contexto que da anclaje a las distintas historias personales en oblicuo dije : ”No me gusta la ciudad desde el andamio, pero me gusta que esté detrás de mí. Una masa que vibra”, nos aclara el limpiavidrios de “Orden suspendido”.

Dicha serie permitiría hablar del gesto paródico de Villoro respecto de un faro, La región más transparente (1958), la primera novela de C. Fuentes o escritura de México como cartografía de una red social en alrededor de 470 páginas, nudo genésico del ciclo urbano, armado desde fragmentos que se ensamblan para completar un todo cuya marca es el espesor. J. Villoro incluye la frase nada casualmente en la primera parte de “Amigos mexicanos”: “-Hemos perdido la región más transparente del aire-...”. Me apresuro a aclarar que la nostalgia de quien narra es “calculada” cuando vincula la contaminación con el fin de la lírica azteca en un mismo sintagma que conjuraría, además, lo inabarcable deglutido por Fuentes, un pasado que pesa y resulta difícil soslayar (recordemos que son las palabras de von Humboldt inmortalizadas por A. Reyes en Visión de Anahuac: “Viajero: has llegado a la región más transparente del aire”). Es la frase que Monsiváis denomina uno de los lemas de la mitomanía para “ceñir” a México (el otro es “Ciudad de los palacios”).

La escritura como trabajo surge tras mis breves observaciones y ubica en otra preocupación de J. Villoro; si elige palabras como “orden”, “patrón”, “plan”, “sistema” a modo de títulos o en referencias más y menos directas cuando cuenta sus historias, a su vez propicia la reflexión sobre escribir. El ensayo dedicado a Juan Rulfo en Efectos personales insiste en socavar concepciones de críticos desprevenidos (los que carecieron de la “elevada categoría” requerida frente a relatos que hacen “vivir” la palabra diría Roa Bastos) sobre la “mágica inspiración” que dio origen a Pedro Páramo. Allí Villoro refrenda el obsesivo, riguroso trabajo del gran renovador formal de la narrativa mexicana y exalta las operaciones intelectuales puestas en juego, el proceso de reinvención (ese dispositivo de que habla C. Aira) por el cual un territorio “se transforma ... en una cartografía más auténtica que su modelo”.

En ese mismo ensayo, la valoración de la lectura como motor de la escritura ahonda en un gesto de J. Rulfo que Villoro trata de hacer visible en sus textos y explicita en los ensayos: la frecuentación de diversas literaturas, así como la frecuentación de otras lenguas y añado, la absorción de materiales disímiles en beneficio de la propia producción. El sesgo de su mirada no solo revela la posibilidad de captar el detalle o de pulsar los ritmos de un contexto, también, una carga informativa generada por la curiosidad del observador que sabe ver, característica de muchos narradores y, es claro, de los cronistas. Villoro se define “de carácter disperso y curiosidades simultáneas”; sin dudas el trabajo de la escritura y la valoración del peso de las palabras le han permitido aprovechar las curiosidades y controlar la dispersión para armar estos cuidados artefactos (de ahí mi frase “manera sistemática” en el primer párrafo) donde los contrastes, aun las contradicciones se complementan y vuelven “creíble” la ficción, propician “aceptarla en tanto que tal” según planteara J.J. Saer, un punto de llegada valioso cuando de narrar se trata.


Juan Villoro (D.F. México,1956) obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia por su volumen de cuentos La casa pierde en 1999 y en 2004, el Premio Herralde de Novela por El testigo. Otras novelas son Materia dispuesta (1997) , El disparo de Argón (1991) y Llamadas de Ámsterdam, también publicada por Interzona (2007). Además del volumen Efectos personales, escribió De eso se trata. Algunos de sus libros de crónicas son Dios es redondo y Los once de la tribu (sobre fútbol) y Tiempo transcurrido (sobre rock); sus guiones, Vivir mata y El lado oscuro de la luna y libros infantiles sobre el profesor Zíper.

 

 (Actualización agosto - septiembre - octubre - noviembre 2008/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646