diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Fragmentos de un yo
El otro de mí, de Miguel Vitagliano, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2010.
Como en la película La ventana indiscreta de Alfred Hitchcock, el personaje de El otro de mí, la última novela de Miguel Vitagliano, pasa parte del día sentado en una sillita que había pertenecido a su esposa observando desde el living de su departamento los segmentos de las vidas que asoman por las ventanas del edificio de enfrente. Y anota. Registra en un cuaderno observaciones triviales, nimias; rutinas exhaustivas. Como si de esa forma pudiera armar el rompecabezas que explicaría su propia cabeza rota, fragmentada desde que murió su mujer en el atentado contra la AMIA.
El cuerpo de su mujer yace desnucado, intacto, una unidad compacta, que hace astillas al protagonista. “Hizo estallar mi vida en pedazos y se inmoló con las esquirlas de mis huesos”.
En consecuencia, la historia (¿es que hay una historia acaso cuando la realidad se lotea a puro tramo?), es narrada en primera y tercera persona, indistintamente. Una conciencia que se mira desde fuera, se narra desde dentro, se observa como uno más del edificio de enfrente, que es, por qué no, una imagen de la AMIA antes del estallido. Un mosaico de historias que quedarán inconclusas.
Hay una alternancia de voces que puede leerse como el intento de dar sentido a un fluir que no encuentra el cauce justo que lo lleve a buen puerto. Al contrario: deriva sin pendiente. Un discurrir circular, que se empantana en una rutina trivial, de obsesiones que intentan aceptar, y no pueden, otros fragmentos: la hija ya crecida, a quien visita con excusas nimias, como arreglar el depósito del inodoro o colgar un cuadrito. A quien telefonea periódicamente y anota en un cuaderno cada vez que lo hace, como también anota cada vez que estuvo a punto de llamar y no lo hizo. Una hija que llama con el nombre con el que nadie más la llama.
En el principio de la novela, el protagonista cuenta que siendo niño descubre a su propio padre besando a una profesora suya. El padre presenta una excusa con rapidez de karateca. Dice que en verdad él es un detective y que la escena que acaba de presenciar es parte de su trabajo. Eso que ha visto no es cierto, es una ficción. Claro, faltan algunas piezas: ¿qué es lo que investiga su padre, para quién trabaja? Al final de la novela, queda consignado que el espía “se desenvuelve a diario como un hombre común, que es ninguno y cada uno de los que finge ser”.
Asistimos entonces a la narración de un mandato: “El hijo espía era también un padre espía y un esposo espía.” Un espía que la bomba ha arrojado definitivamente a la patria de los espías. El estruendo lo ha aturdido. Y un espía fragmentado es cuatro veces espía: “… igual que él, igual que el otro y el otro de mí que no quiere decir yo.” Desde este lugar, solo cabe aceptar que todo lo que se diga es solo una versión de los hechos –los percibidos y los vivenciados– un lugar que encuentra en la ambigüedad el atributo que lo distingue.
Entonces, en una de las versiones de la realidad, el protagonista acompaña a su mujer por la paralela a Pasteur; hay una discusión; ella se adelanta y da vuelta a la esquina. En ese momento la bomba explota. En otra, la mata la onda expansiva mientras se duchaba. Al parecer se encontraba en el departamento de su amante, contiguo al edificio. Su hija se entera de la verdad ocho años después. Su padre le habló de un infarto.
Vitagliano compone una novela de respiración lenta y sostenida, una cadencia melancólica, un fado obsesivo narrado a través de oraciones breves. Con suaves pinceladas configura un relato donde registra que al actuar en amalgama tristeza, desconcierto e impostura se puede llegar con trote cansino a los bordes de la locura.
La mujer es la víctima número ochenta y seis. En la AMIA murieron ochenta y cinco personas.
(Actualización agosto-septiembre 2010/ BazarAmericano)