La denominación torpe de “precisionismo” fue acuñada por el fotógrafo y pintor Charles Sheeler, básicamente para indicar su propio trabajo tanto en cuanto al estilo como al tema. De hecho, el tema era el estilo: exacto, duro, plano, enorme, industrial, de registro casi fotográfico. La fotografía se alimentaba de la pintura, y al revés. Nada de pinceladas expresivas. Nada vivo u orgánico: árboles o personas, fuera. Un gatito precisionista es un imposible. El trabajo de Sheeler testimonia el pasaje de lo Sublime Natural a lo Sublime Industrial, pero su tema principal fue lo Sublime Administrativo, una noción plenamente norteamericana. Y mientras el Precisionismo se extendió hasta convertirse en un movimiento norteamericano, Sheeler fue definiendo su alcance y su sentido.

Hoy es difícil imaginar el entusiasmo con el que los norteamericanos (y en especial los empresarios) saludaron en la década del 20 la idea de la máquina como modelo regulador de la vida del trabajo. Surgió del uso que hizo Henry Ford de la producción en serie en la fabricación de automóviles. Ford declaró en 1909 que iba a democratizar el automóvil: “todo el mundo podrá costearse uno, y casi todo el mundo tendrá uno”. Produjo millones de autos idénticos, fragmentando cada etapa de la producción en unidades de trabajo más pequeñas y repetidas, cada una de las cuales podía ser realizada, cientos de veces en un día, no por un artesano sino por un obrero cualquiera que se encargara de una única aunque especializada máquina. Moléculas de trabajo que fluían en el río de la producción en serie, observado todo por una jerarquía de administradores. En 1914, año en que la producción en serie comenzó en la planta de Ford en Detroit, el modelo básico del Ford T negro costaba 490$, un cuarto de lo que el auto más barato costaba diez años antes en Norteamérica: ese año se vendieron 248.000 Fords. Para 1924, el costo del auto había bajado a 290$, y en 1929, en la víspera del crack de Wall Street , los fabricantes de automóviles habían producido 4.800.000 unidades. La línea de ventas había ascendido como una vertical.

Ford, maniático omnipotente, creyó haber inventado algo así como una nueva religión basada en la industria. Ella llevaría a un “United States of the World”, con él –el antihumanista total, sereno y objetivo en su entendimiento del proceso, el deus ex machina literal—como mesías. “El hombre que construye una fábrica construye un templo. El hombre que trabaja allí, allí ora”. Llegaría inclusive el tiempo en el que imperfecto cuerpo humano, máquina de carne, pudiera ser mejorado con partes intercambiables. La historia está liquidada, anunció, “y las maquinarias están logrando en el mundo lo que el hombre no pudo a través de sermones y de la palabra escrita”.

En 1927 la Ford Motor Company contrató a Charles Sheeler para pasar seis semanas en su planta de River Rouge, tomando fotografías. Sheeler se mostró tan impresionado que se hizo eco de las piedades bizarras de Ford acerca de la religión industrial: “Nuestras fábricas”, escribió el artista, “son nuestro sustituto para la expresión religiosa”. Y en eso se convirtieron las fotografías tomadas en River Rouge. Los interiores de los poderosos edificios de las fábricas son altos, limpios, están investidos de una luz numinosa y se muestran libres de presencia humana, salvo en los casos en que hace falta para dar escala. Su imagen de la imprenta de estampado expresa la fantasía de la máquina como objeto de culto, sin ninguna alusión al carácter tedioso, deshumanizador y peligroso del trabajo en fábricas: impasible y objetiva, la máquina divina es servida por su pequeño acólito. Y en 1929, no mucho después de haber fotografiado las redes de cintas transportadoras en la planta Ford, tomó una similar, aunque de una forma muy anterior: los contrafuertes alados de la Catedral de Chartres.

Hughes, Robert
American Visions: The Epic History of Art in America
Alfred A. Knopf, 1999. Trad. Sergio Raimondi