Invitación al verso

No tengo otra salida
que esta puertita del verso.
Aquí vienen a parar
todos los amigos y personajes
de la imaginación.
Algunos llegan ansiosos
como improvisados navegantes;
otros desaparecen en el océano de la vida.
Todos pueden entrar o salir de aquí
cuando quieran o a cualquier hora,
porque esta es una puerta sin manija,
sin portero humano ni eléctrico,
sin timbre y sin horarios.
Esta es la puerta de la poesía
que desemboca en el libro.

En memoria de Juan L. Ortiz

Viajando a orillas del Paraná,
por donde anduvo cabalgando el estratega,
veo aparecer y desaparecer entre la niebla
el sol de la mañana. Con su cara expresiva
o velada de personaje intenso, hace desear
su presencia, y una vez presente
no se lo puede mirar, como alma de cacique
entre la niebla del río, en la zona que fue
de los nativos Coronda,
donde ahora cultivan la frutilla.
Cruzamos el túnel subfluvial; bajo antes
de llegar al centro de Paraná, subo la barranca
hacia el parque y contemplo el paisaje
de la zona que me hipnotiza con su belleza.
Atravieso el parque y llego a la casa
del amigo que me espera en cualquier momento,
entre año y año. Nos interiorizamos mutuamente
de lo que ocurre en el mundo y de los
auténticos valores que persisten en el tiempo:
ese tiempo sin apuros y sin pausas,
como el de la naturaleza y los chinos.
Nos compenetramos en la marcha de lo que se gobierna
de modo comunitario y libre, semejante al sol
oculto o resplandeciente que regala su luz y su calor.
Y entonados por el encuentro, integrada
en la envolvente exigencia de la espiral humana.

El rufián

Era una ciudad de dos diarios.
En uno de ellos trabajaba yo
pescando las noticias a través de la radio.
El linotipista Marcos era un rufián fracasado
a quien ya se le había pasado la edad
para seguir explotando mujeres,
de modo que el solo hecho de tener que trabajar
cumpliendo un horario, lo ponía nervioso.
A veces quería descargar su malhumor en mí
cuando yo lo apuraba con alguna composición,
pero no se animaba pasar adelante
porque yo lo mantenía a raya con firmeza,
pese a que Marcos podía ser mi padre.
Había quedado rengo en un tiroteo;
en la operación le quedó más corta la pierna baleada,
por lo que tenía que usar un suplemento alto,
como si fuese un enorme sueco de madera,
y se hamacaba al caminar.
Mis relaciones con Marcos empeoraron
cuando empezó a envidiarme un reloj pulsera
que compré en un remate.
Este reloj era una creación fuera de serie
de un inmigrante suizo que había muerto aquí.
Al enterarse Marcos cuánto había pagado yo por mi reloj,
me ofreció el doble y yo le contesté
que ni por el triple lo vendería.
Ante esta respuesta, Marcos quedó muy ofendido.
El día siguiente, yo noté que Marcos cargaba un revólver.
Pese a que otras veces lo noté armado,
porque se sabía que no había dejado
del todo su rufianismo,
esta vez me pareció que era un intento
de atemorizarme y pensé comprar un arma a fin de mes,
tanto como para demostrarle que no le temía.
Pero antes de fin de mes, en esa ciudad próxima
a la cordillera de los Andes, una noche se produjo
un sacudón sísmico en plena labor del diario.
Al alcanzar el personal la vereda,
comprobamos que el rengo Marcos ya estaba en medio de la
calle.
El temblor empezó a disminuir
y Marcos a caminar hacia nosotros.
Cruzó la zanja de la acequia que sólo él había saltado,
aguantándose la risa y chistes de sus compañeros,
y también la de mi sonrisa.

El ladrón

Hacía más de media hora
que yo estaba despierto junto a mi mujer dormida.
Empezaba a notarse la luz del amanecer
y los trabajadores de Obras Sanitarias, enfrente,
hacían el bullicio propio de quienes se preparan
para iniciar sus tareas, frente al enorme
tanque en desuso que construyeron los ingleses.
Yo seguía sin decidirme a nada,
ni a leer, ni a levantarme, hasta que sentí un tic,
y después dos más. Entonces paré la oreja
pensando en el merodeo de los gatos
y me incorporé mirando el patio a través
de los vidrios con cortinas de la puerta
entreabierta del dormitorio.
Había dado un par de pasos hacia la puerta,
cuando vi una silueta bordar la mesa redonda del patio
y enfilar decididamente
hacia la puerta entornada del dormitorio.
Como el ladrón no veía el interior del dormitorio
a oscuras,
levanté mi voz preguntando quién andaba por ahí.
El otro se detuvo sin contestar
y al producirse un silencio hizo ademán de avanzar.
Entonces le grité con toda mi alma amenazándolo:
“¡Adónde quiere ir hijo de puta!”
El otro se contuvo y al dar media vuelta,
avancé cautelosamente y lo vi de perfil
subiendo la escalera hacia la terraza
por donde había entrado,
sintiendo sus trancos en el techo
y su caída al saltar la medianera baja
de la vecina casa desocupada,
y los ladridos de un perro, no mucho más allá
de donde saltara para fracasar como ladrón.