diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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La literatura y sus restos (teoría, crítica y filosofía)
Cómo enseñar gramática (una conjetura sobre el fracaso)

 

¿Qué queda, qué podría quedar hoy, de esa biblioteca disforme que llamamos "teoría literaria", no para todos ni para cualquiera sino, particularmente, para un profesor de lengua y literatura que enseña en escuelas secundarias? La pregunta podría hacerse de varias otras formas: por caso, qué tienen todavía en común la teoría y los itinerarios escolares en que se forman lectores de literatura porque un lector (en este caso el profesor) está allí y algo hay que hacer.

            En una reducción temeraria y severa, voy a tratar de aislar la tesis principal de toda la teoría literaria, desde los formalistas rusos hasta Rancière, pasando por todo lo que he leído (por Bourdieu y por Barthes, por Auerbach y por Foucault, por Bajtín y por Benjamin, y un largo etcétera). Dejo de lado las épocas en que los teóricos insistían en que la literatura no podía ser "definida" (lo hacían, se sabe, para que sus colegas científicos, epistemólogos y guardasellos no los echasen a las patadas de los puestos universitarios). La teoría ha insistido por más de un siglo en incontables variantes de esta tesis: la literatura no es un "discurso", sino parte de una energía que interviene las construcciones de mundo de que disponemos, es decir que interviene nuestros órdenes de lenguaje, desde el interior mismo de esos órdenes o mundos, para ponerlos fuera de sí y saberles, entonces, algo que los discursos no saben de sí y para lo cual son ciegos (anoto "energía" para iniciar un tanteo; en 1969 Barthes usó una palabra prometedora, aunque sonara a jerga de radiólogo: "ergo-grafía"). Por eso se ha dicho también de maneras diversas que la literatura dice lo indecible (como la pintura da de ver lo in-imaginable). La tesis forma parte de una especie de antropología general que es posible adoptar o discutir, obviamente, pero que está ya en Marx, en Freud, en Lacan y en tantos más: lo real, o la experiencia, va por delante (y eso, sencillamente, porque no termina, nunca, de ocurrir) y el lenguaje la persigue incansablemente creyendo (he allí su violencia) que la tiene, lo más campante, entre manos. Ahora bien, debería resultar obvio que al efectuarse de tal modo (o al efectuar eso), la literatura da de saber también, al tiempo que los perturba, los mundos, los órdenes y los lenguajes. La teoría poética de Kristeva, o la de Badiou sobre la "diferencia mínima", o la de Rancière sobre el desacuerdo que dará lugar a una "re/partición de lo sensible", o la de Raymond Williams sobre la disimetría resistente entre lo socialmente disponible y las "estructuras del sentir", dicen que literatura es la materialización verbal de un contraste mucho más que verbal que nos constituye (mientras destituye intermitentemente, una y otra vez, eso que vemos y decimos cuando decimos o imaginamos "yo").  Se trata de que los inventos que llamamos literatura, nos involucran en un acto de comprobación (la literatura es ese acto): la comprobación de que el lenguaje siempre fracasa pero en su vida normal, es decir en las tratativas de la cultura, vive de no saberlo. La literatura sabe que ese fracaso, además, está asegurado; está asegurada, mejor, su incesante repetición, porque  en la cultura el lenguaje es tenaz, es un creyente fundamentalista en su propia egolatría: digo lo real, dice de sí el lenguaje, y lo cree con una constancia candorosa, completa y, por un momento, envidiable (a diferencia de los temperamentos que Freud ilustró con la figura de Lady Macbeth, la literatura no fracasa al triunfar, ni viceversa; más bien actúa nomás, se diría, solo si fracasa al fracasar). Por lo tanto, ante escenas como las que coprotagonizan a diario el profesor escolar de literatura y sus estudiantes, la teoría señala, de muchos modos y en ideaciones diversas, siempre lo mismo: la literatura no es apenas un saber superior del lenguaje, pero es entre otras cosas ese saber (de lo contrario no es literatura). Superior o, mejor tal vez, a-cultural, desatado.

            Según me dicen proliferan, por lo menos en escuelas secundarias de la Argentina, profesores de literatura a quienes alguien o algo les ha hecho creer que en efecto las personas que rediseñan los contenidos escolares desde oficinas de gobierno proponen desde hace algunos años cosas como esta: "Ya no hay que enseñar sintaxis". Se trata, por supuesto, de un malentendido, pero parece que se instaló nomás como creencia. Está demostrado, me dicen también, que aprender a hablar es aprender a coordinar y a subordinar: "No sé quién fue", "En la tele vimos que...", "La seño dijo que...", y ahí estamos, claro. Parece que no enseñar sintaxis es, casi, no enseñar. ¿Qué podría tener que hacer ahí la teoría literaria? Uso un ejemplo económico por breve y conocido, no porque imagine una clase escolar con este poema: supongámonos, una vez más, frente a ese architexto de la poesía moderna: "Del salón en el ángulo obscuro / de su dueño tal vez olvidada / silenciosa y cubierta de polvo / veíase el arpa". Conviene despejar primero la consabida respuesta formalista, y pensarla menos como una lectura crítica de la forma que como lectura tecnófila, es decir como un recorte de la literatura en tanto cultura: el poeta escribió eso de ese modo a causa del hipérbaton de la tradición poética romance y específicamente española, es decir por la imitación artificial y ya prestigiada del orden de la frase propio de la sintaxis latina culta. Una respuesta como esa no responde a la pregunta “¿por qué está escrito así?”, sino más bien a la pregunta por los materiales culturales o las tradiciones que posibilitan que esté escrito de esa forma. La respuesta vía el hipérbaton latino es una respuesta a la pregunta “¿con qué está hecho, con cuáles materiales, cómo?” (Analía Gerbaudo es, creo, quien llama a eso "deteccionismo": se necesitan enciclopedia, inteligencia sagaz, cierto entrenamiento complejo, que por supuesto valen la pena). Ya es más interesante, en cambio, la idea de que esa "técnica" es funcional a la formalización escrita de un modo invertido o inusual de mirar los objetos y los espacios, una voz cuyos ojos miran en un orden no común: "extrañamiento", machacaron los formalistas rusos, Girondo y una miríada de poetas de vanguardia, e incontables profesores de teoría literaria. Eso es algo que hay que notar, claro, pero no usar como atajo, porque conviene preguntar de entrada qué clase de experiencia se cursa en un texto escrito así, dibujado en ese desorden (como suele decirse: “escrito contra el orden natural” de la frase); qué clase de sujeto es el que escribe de ese modo, qué trance o qué acontecimiento se produce en esa escritura tanto cuando ha sido inscripta, como cada vez que es releída. Qué  perturbación, qué afección atraviesa a alguien que escribe (y lee) eso. El texto de Bécquer es a su modo un texto extremo (un calificativo sobre el que David Oubiña acaba de publicar un libro estupendo*). Pero imaginemos las mismas preguntas frente a un texto aún más extremo, como el  dístico "13" de Árbol de Diana de Alejandra Pizarnik: "explicar con palabras de este mundo / que partió de mí un barco llevándome". Hay algo así como una perturbación insuprimible en que nos captura lo que en términos técnicos habría que llamar su agramaticalidad semántica; pero lo que resulta interrogado allí por la lectura (si la lectura no ha sido por completo reemplazada por la voluntad de reducción cultural de la experiencia) es el estado de quien escribe eso (y de quien acaba de leerlo): precisamente, qué in-estabilidad  impensable afecta la experiencia de esa voz, qué se le materializa en el interior de la sintaxis y le sabe a la sintaxis lo que ella no puede. O, mejor: qué ajenidad fracasa pero despunta, se hace inminente, en la presencia de ese texto, en el evento de su efectuación y en lo que podría restar y proseguir afectándonos por los vestigios de su lectura en la memoria. Para experimentar el reverso opuesto y secretamente complementario de lo que abandona, el texto mismo nos da de saber la gramática cuyos límites busca y cuya compostura queda descuajeringada pero a la vez expuesta (como cuando se dice "fractura expuesta"). Si tuviese que calificarla o, peor, clasificarla, diría que estamos rodeando ahora la pregunta antropológica. Cualquier profesor que enseña literatura en las escuelas sabe que, cuando un texto logra capturarlos (aun si los captura porque los fastidia), los estudiantes desenvainan la pregunta antropológica, y en cambio muy raramente la formalista. En el sentido común "biografista" que suele intervenir en las reacciones corrientes que provoca un texto literario puede haber muchas cosas, pero una es sin dudas la convicción de que allí hay algo que le sucede o le ha sucedido a alguien, es decir una testificación no deliberada de lo que le está pasando al que lee (una testificación de que a quien lee le está pasando ahora algo que antes no): "¡Qué vueltero!", "No sé... es raro...", "¿Está loca o qué?". La voz narradora de Orlando de Virginia Woolf, le hace pensar al (a la) protagonista que únicamente en la poesía las palabras escamotean la fatal desfiguración de la experiencia en que incurrimos nomás al hablar. Es el momento flaubertiano de Orlando, cuando la narración dice (en la traducción de Borges) que "estaba adquiriendo con rapidez la intolerancia del sectario". Poeta y sectario son sinónimos y, como el poeta, es en tanto tal que el sectario se asegura fracasar: bien pensado, ni para Sai Baba, digamos, hay escapatoria a esa lógica, contra todas las apariencias. Antes, en ese momento en que la novela nos presenta el primer retrato del artista adolescente, Virginia Woolf escribía: "Pronto cubrió de versos diez y más páginas [...]. Sin embargo, al fin hizo alto. Describía, como todos los poetas jóvenes siempre describen, la naturaleza, y para determinar un matiz preciso de verde, miró (y con eso mostró más audacia que muchos) la cosa misma, que era arbusto de laurel bajo la ventana. Después, naturalmente, dejó de escribir. Una cosa es el verde en la naturaleza y otra en la literatura. La naturaleza y las letras parecen tenerse una natural antipatía; basta juntarlas para que se hagan pedazos. El matiz de verde que ahora veía Orlando estropeó su rima y rompió su metro". Y esta novela de Woolf es particularmente apropiada para agregarla al ejemplo de Pizarnik: la tan legible prosa de Orlando, cuya tersa y elegante ligereza -digamos- nadie negaría, parece escrita así para asegurarse ese efecto mínimo pero nítido, irreductible, de desproporción entre la voz narrativa y lo que dice la escritura. Precisamente, no dejamos de notar que algo acaso extravagante o patológico le pasa a quien narra aunque lo haga (ya que lo hace) en ese tono ¿taimadamente? hospitalario; quisiéramos que el libro, que nos captura de tal modo, no nos mezquinase su abrigo, pero nada termina de asegurarnos no estar ante una broma, un truco, un malabarismo milimétrico pero no sabemos si demasiado agudo o demasiado bobo, una minusvalía del sentido de las correspondencias, o vaya a saberse ante qué. Cualquier lector de la novela que no sea un simulador ni un supersticioso, sabe que los consabidos y frotados elogios a la maestría de Woolf para la sátira, la ironía, la mordacidad refinada y esas cosas no dicen, de ese asunto indiscernible donde se juega todo, nada. El asunto no sería otra cosa que esa desubjetivación agramatical con que la lectura nos afecta con tan irreprochable gramática. Raymond Williams dijo algo parecido de Jane Austen: cómo se podía inventar y sobre todo mantener semejante "unidad de tono" para hacer "la crónica de la confusión y del cambio". Algo propiamente indiscernible ("sobrehumano" dice la traducción de Alcira Bixio) tiene que estar pasándole, digamos, a alguien que -parada en el epicentro del cataclismo- ni siquiera trastabilla. Aunque en el caso de Austen a veces el borde despunta también en la superficie serpenteante de la sintaxis con que vapulea a sus chicas sin que a su pluma se le mueva un pelo: en Mansfield Park, Fanny Price "se afligía de no poder afligirse".

            Así, lo que me interesa subrayar no es  ningún carácter instrumental de la literatura, ni un propósito de progreso que oriente una manera de leerla. La literatura no es una herramienta para producir un resultado, sino la experiencia misma del resultado, el acto en que resulta escribir y leer literatura. Tampoco es una experiencia precisamente edificante, sino más bien lo contrario o, en todo caso, un "grano de real",  supernumerario en tanto es siempre lo ajeno del provecho y de la economía (el arte detiene, corta, enturbia, sobresalta o reemplaza los traspasos habitables en que lo gregario -como tiene que ser- se pone a reposar o trajina intercambios siempre nombrables). En la traducción de El cuerpo freudiano. Psicoanálisis y arte, que se publicó también en 2011 en Buenos Aires, Leo Bersani sostiene "que la autenticidad psicoanalítica del trabajo freudiano" -diríamos, la verdad antropológica de ese pensamiento- "depende de un proceso de colapso teórico" que no sería otra cosa que arte, textualidad artística: "El texto de Freud es `estetizado´ -anota- hasta el punto de que, como las otras obras de arte, problematiza sus propias aspiraciones de formalización y estructuración. En otros términos, derrota las estrategias que [...] nunca se cansa de inventar en el intento de persuadirse -y persuadirnos- de que la actividad de la especulación sobre el deseo inconsciente y sobre los mecanismos de la sexualidad no tiene por qué perturbar tales aspiraciones". La radicalidad más original del psicoanálisis igual que la del arte, enfatiza Bersani, "tiene que ver con una conciencia imposibilitada".

            Aprovecho un poco más las insistencias del libro de Oubiña, que, junto con la lectura de Freud que propone Bersani, terminan por sugerirme la figura del, diría, fracaso logrado: la teoría literaria que se inclina por la pregunta antropológica, o filosófica, supo dirigirse siempre a ese borde entre lo que las subjetividades culturales disponibles y la lengua pueden, y lo que ya no pueden (e ignoran que no pueden), que es el borde donde el arte y la literatura ocurren siempre y donde no se cansan de fracasar.-

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* Oubiña, David. El silencio y sus bordes. Modos de lo extremo en la literatura y el cine. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2011.

** Bersani, Leo. El cuerpo freudiano. Psicoanálisis y arte. Buenos Aires: El Cuenco de Plata y Ediciones Literales, 2011, trad. de Marta Iturriza.


 (Actualización septiembre-octubre 2011/ BazarAmericano)




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ISSN 2314-1646